Lo que queda del día

La nueva era del horror

Al parecer, el hecho de que no vivamos allí tampoco nos da derecho a juzgar lo que ocurre. La cuestión, en cualquier caso, es no juzgar cuanto ocurra, porque “es el juzgar lo que nos derrota”

Recuerda Eva Díaz Pérez que esta próxima semana se cumplen 198 años de una de las más célebres reuniones literarias de la historia. Tuvo lugar en Ginebra, en la mansión Villa Diodati, junto al lago Leman, y en ella participaron Lord Byron, John Polidori, Percy Shelley y Mary Shelley. De aquel encuentro surgieron dos relatos imprescindibles: El vampiro, de Polidori, y Frankenstein o el eterno Prometeo, de la jovencísima Shelley, en los que tanto uno como otra dieron muestra de la inagotable capacidad e inventiva del ser humano para engendrar monstruos.

La historia también nos ha demostrado que la realidad misma puede ser monstruosa, como una pesadilla recurrente, y que en ella puede encontrar la ficción su mejor fuente de inspiración. “He visto el horror... horrores que tú no has visto”, le decía el Coronel Kurtz al Capitán Willard en el estremecedor monólogo  final de Apocalipsis now.

La literatura y el cine se han encargado de recrearnos todo ese horror desde múltiples vertientes, desde diferentes rincones del mundo, a veces como testimonio, en otras como denuncia, siempre para constatar la vileza de algunos seres humanos, su desprecio hacia los demás, su destructiva e insensible determinación, ya sea con causa o sin ella, pero concluyamos que no hay mayor horror que el que se cita ante nosotros a través de un telediario, la portada de un periódico o la crónica radiofónica desde el lugar de los hechos, que es cuando pasamos del miedo instintivo al miedo físico, del mirar debajo de la cama en busca de un fantasma a temer por la vida misma.    

El miedo como una constante insobornable desde los tiempos de la guerra fría, con episodios trascendentales como el de la crisis de los misiles de Cuba y la omnipresente amenaza de una Tercera Guerra Mundial, la guerra nuclear, subrayada por el inefable Ronald Reagan con su alusión al gobierno soviético de Yuri Andrópov como “el imperio del mal”. En realidad, el miedo entonces era al teléfono rojo que unía la Casa Blanca con el Kremlim y al botón rojo que controlaba las armas nucleares, pero más aún a los interlocutores y al tipo que debía apretar el botón.

El miedo, en suma, como control colectivo, como una constante en nuestras vidas, desde el terrorismo islámico hasta una pandemia, pasando por la fusión de los polos o la proximidad de un cometa. Vivimos tan inmersos en nuestros propios y atenazadores miedos que casi nos importa un pimiento lo que pase en el pueblo de al lado, no te digo ya en la frontera con Melilla, en Afganistán o con las guerrillas de las FARC.

De hecho, han tenido que derribar un avión de pasajeros en Ucrania para acordarnos de que ucranianos y pro-rusos siguen yendo al trabajo con un Ak-47 colgado al hombro por un quíteme usted de aquí esta frontera mientras nosotros mirábamos para otro lado. Hemos tenido que asistir a un acto de crueldad intolerable para percibir de nuevo el horror en toda su dimensión, y lo peor de todo es que parece que no ha pasado nada, o que aquí se resuelve todo de forma diplomática, con efusivas condenas gubernamentales, cada vez más parecidas a cuando se da el pésame a un país por un terremoto, no se vaya a dar alguien por aludido y pongamos en peligro algún negocio o hundamos las bolsas en plena etapa de recuperación.

Tampoco sé cuál es la cifra de muertos que hay que alcanzar en la franja de Gaza para que eso que llamamos “comunidad internacional” se dé por aludida, pero parece que siguen siendo insuficientes, por mucho que estemos hablando de inocentes e indefensos ciudadanos, a uno y otro lado de la frontera. Al parecer, el hecho de que no vivamos allí, de que no conozcamos el territorio, tampoco nos da derecho a juzgar lo que ocurre. La cuestión, en cualquier caso, es no juzgar cuanto ocurra, “porque es el juzgar lo que nos derrota”, culminaba el Coronel Kurtz su famoso monólogo.

“Que el mundo fue y será una porquería” ya lo sabía Discépolo. En el 2000 y en el 2014. Hasta Morrisey, elevado como siempre por encima del resto de mortales, nos canta este verano que “la Tierra es el más solitario de todos los planetas. La Tierra es el planeta más cruel”.

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