La Taberna de los Sabios

Sequía

La última sequía que recordamos se instaló entre nosotros – algunos susurraron que castigo divino – tras los fastos del 92

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Está aquí, cubriendo con su manto silente de marrones inertes unos paisajes que deberían verdear en otoñada. Nos tememos que ya está aquí, entre nosotros. Se trata de una visitante esporádica, ocasional, pero recurrente, que aparece sin avisar para matarnos un poco, para advertirnos con su aliento árido y seco de nuestra debilidad climática, para acercarnos al África que tan cerca percibimos. Se llama sequía y no la queremos entre nosotros. Pero ella no se da por enterada y permanecerá tenaz, cerrando los manantiales del cielo con la llave de su anticiclón, mientras le dé la real gana, hasta que un buen día se aburra de nosotros y decida llevarse su maldición e infortunio a otras geografías desgraciadas.

Atención, que advertimos. Cuando el azul de los cielos deja de ser cantado por los poetas para convertirse en amenaza, es que la trompeta anunciadora de la sequía ya ha comenzado a atronar con su terrorífico desafino. Cuando las terrazas enseñorean nuestras plazas todavía a finales de noviembre, nuestros pueblos - que tienen el corazón y parte de la cartera en el campo –se angustian sabedores de la carestía por venir.Cuando los dorados y grises del campo todavía enseñorean nuestros paisajes por estas épocas, el miedo a la ruina de las cosechas reverdece.Cuando las ventas de ropa de invierno no han alegrado a estas alturas las cajas de nuestros comercios textiles, la interrogación por el invierno por venir se transforma en angustiosa plegaria. La sequía regresa, inmisericorde, después de años de indulto, a castigarnos con su halo bíblico de maldición, con su ciclo, inmutable, de años de vacas flacas.

Sequía. Palabra secante, antigua, ancestral. Su sola mención, produce un escalofrío de terror a los mayores, la indiferencia de los jóvenes urbanitas que la desconocen, y el jolgorio de los irresponsables por el nuevo fin de semana a disfrutar, que la desprecian. A todos perjudicará por igual, a insensatos y advertidos, porque no respeta ni condición ni conocimiento. Simplemente, un año, llega y se queda, hasta que, también y sin avisar, decida dejarnos en paz. Ojalá sea pronto.

Todavía no la hemos declarado oficialmente, todavía esperamos que un frente salutífero riegue nuestra tierra con su agua redentora. Pero miramos al cielo, y sólo vemos azul; observamos con desazón el Tiempos en unos telediarios castigados porsoles refulgentes; navegamos en internet y las probabilidades de lluvia tienden al cero absoluto. La esperanza es lo último que se pierde y sabemos del caprichoso ánimo de la meteorología que puede mudar en cualquier momento. Ojalá así sea y la despidamos con nuestro deseo de no volver a verla nunca más.

La última sequía que recordamos se instaló entre nosotros – algunos susurraron que castigo divino – tras los fastos del 92. Los años 93, 94 y 95 fueron secos, muy secos, lo que profundizó aquella malhadada crisis post Expo. Desde 1996, con altibajos normales, el agua no faltó en nuestros ríos, embalses y regadíos. Pero ahora, sin saber el porqué – la corriente del Niño, el cambio climático, la ofensa de nuestros pecados o el voluble ciclo meteorológico –, la sequía regresa en plenitud de poderes.

Tiene que llover. Que el maldito Niño (¿o era la Niña?) se disuelva en aquel Pacífico grande y hermoso para desbloquear las borrascas añoradas. Ahorremos agua, reciclemos, optimicemos. Saquemos los santos en plegaria, recemos por la lluvia que precisamos, acatemos los mandamientos del cambio climático, resistamos a las tentaciones del calentamiento global. Lo que sea, pero que llueva pronto.
Sequía, por favor, vete para no volver. 

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