La ciudad, a secas

A pesar de sus achaques y de las perrerías que le hacen quienes dicen quererla más, de vez en cuando esta ciudad pega coletazos para mostrar que sigue siendo hermosa...

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A pesar de sus achaques y de las perrerías que le hacen quienes dicen quererla más, de vez en cuando esta ciudad pega coletazos para mostrar que sigue siendo hermosa, que su belleza reside en la resistencia y en la capacidad de sorprender  que aún conserva. Tras cada guiño que nos hace, se adivinan siglos de sabiduría colectiva, que administra en dosis tan mínimas que suelen pasar desapercibidas para el gran público ciudadano, ese que resume el cahíz donde vive en un “esto es lo mejor del mundo”.

En estos días ha vuelto a servirse de esa sabiduría ancestral para construir un trampantojo con el que embobar a muchos mientras se mostraba tal cual es a pocos. Lleva años haciéndolo, es su vía de escape, un descanso tras tanto mostrarla acicalada y un punto artificial. Como en las más sofisticadas estrategias de distracción, levanta una cortina de humo más allá de Los Remedios compuesta de luces, ruido y jolgorio, que por unos días le permiten, mientras casi todos miran el espectáculo, ser ella misma sin sentirse observada por ojos estereotipados. Tan bien lo viene haciendo, que los repipis llaman a esa cortina de humo la ciudad efímera, contraponiendo este concepto al tan vilmente manoseado de la Sevilla eterna, que dio título al delicioso -y hoy doloroso, por todo lo perdido- libro de Ortiz Muñoz.

Esa pretendida ciudad efímera es una maniobra de distracción de la ciudad sin adjetivos. Es un truco de la ciudad a secas, esa misma que en las tardes de Feria, retirada del bullicio, se sacude los adjetivos porque sabe que la empequeñecen. En esas tardes hondas la ciudad se muestra desnuda, segura de que serán pocos quienes la vean así, en cueros vivos, con su melena de luz suelta y sin los maquillajes que últimamente tanto la afean. Como una actriz veterana, necesita estos lapsos sin representación, momentos en los que no debe fingir, ni interpretar papeles que otros le escriben y la encasillan. En esas tardes profundas habla con el alfabeto del silencio, que es con el que mejor se expresa; escribe mensajes a la plenitud con el morse de los vencejos sobre el cobalto de la primavera madura. Mata el tiempo, sin que el tiempo la mate, escuchando en su transistor de jaulas la radiofórmula de trinos de los jilgueros.

Ovillada, recupera olores antiguos, esos que pierde en la grisura de la cotidianeidad. Con cada uno de ellos le resucita un cacho de alma, se reconoce como quien repasa fotos de su vida. Le viene el olor al esparto de esos párpados con forma de esterones que cubren los ojos de sus balcones; el aroma a serrín sobre mármol aljofifado y a muros baldeados tras las primeras calores de la tarde. Rememora el perfume a campo recién llovido de cuando era capital de tratos ganaderos y apacigua su espíritu con la fragancia a ausencia de las iglesias solitarias tras el trajín de la reciente Semana Santa.

Tiene los ojos llenos de ayer, le gustaría llenarlos de mañana. Se ensimisma escrutando el horizonte, revive la llegada de sus hijos de otras civilizaciones. Suspira mirando al río grande, recuerda cuando era su Internet de agua que la conectaba con un Nuevo Mundo y un futuro esperanzador. Se detiene porque cree escuchar los ecos de aquellas voces que le dieron tanto esplendor y la hicieron pasar a la historia como patria de nombres insignes del arte, la cultura y el pensamiento. Siente aún correrle por las cales de su morería el rezo del almuédano, le lastima todavía el lamento de aquellos sevillanos de la sefarad que lloraban por la tierra perdida y le sigue estremeciendo el ruido de los cascos de caballos reconquistadores.

La ciudad echa el sobrero de la ciudad efímera de farolillos y casetas para entretener a la bulla mientras se convierte calladamente en eremita de sí misma, que busca en soledad para hallarse, aunque cada vez le cueste más. Algunos la desprecian diciendo que en esas tardes de fiesta la ciudad es un desierto, sin saber que esa es la clave: en el desierto se está tan solo que quedamos enfrentados a nosotros mismos, sin escapatoria ni lugar al engaño. Y esa es la ciudad sin adjetivos, a secas, que aún merece la pena, la que se hace desierto para buscar su verdad.

Y mientras, que la mentira brinde en la ciudad efímera.

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