Silencio

Cada cierto tiempo visito el Museo de Bellas Artes de Sevilla como terapia para sosegarme y buscar ese paréntesis hermoso que la ciudad nos ofrece frente a tanta vulgaridad y aceleración consumista...

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Cada cierto tiempo visito el Museo de Bellas Artes de Sevilla como terapia para sosegarme y buscar ese paréntesis hermoso que la ciudad nos ofrece frente a tanta vulgaridad y aceleración consumista. Es un espacio de quietud, un recinto que parece conservar adherido a sus muros los silencios de sus antiguos moradores mercedarios, un cofre repleto de joyas tan a la mano que suele pasar desapercibido. Es una buena terapia, créanme, se la recomiendo, porque el arte es el spa del espíritu y la belleza el after sun contra las quemaduras de la vida ordinaria. Recogerse en espacios como este no es más que abrirse a universos más extensos, esos que suelen crecernos por los adentros sin que les prestemos demasiada atención. Entrar supone eviscerarse de la cotidianeidad, practicarnos una endoscopia espiritual, abrirnos a una experiencia que puede transformarnos radicalmente o, simplemente, proporcionamos una sensación placentera        -que no es poco- durante unos minutos. Sea como sea, ya les digo que es un ejercicio altamente recomendable para prevenir el colesterol del alma.

Sin embargo, hace unos días lo visité, entré en el museo huyendo de las bullas, de las fiestas utilizadas como plataforma de ventas, de las iluminaciones que causan la envidia de Las Vegas, de las comilonas carpantianas, de la felicidad enlatada y con fecha de caducidad. Dentro no había más de una docena de personas, era el contrapunto perfecto a tanta masa amasada por el consumo. Hice mi recorrido habitual hasta llegar a la antigua capilla del convento, ese inmenso espacio presidido por la asombrosa Inmaculada de Murillo. Tanta belleza concentrada abruma, así que me senté en uno de los bancos dispuesto a admirarla en silencio. Pero algo había cambiado desde mi última visita: un hilo musical sonaba de fondo.

Aquello me decepcionó, caía uno de los últimos baluartes del silencio que aún resistían en la ciudad. Y es que el silencio vive sus horas bajas en esta sociedad de la imagen y del sonido, el ruido ha conquistado sus parcelas, arrinconándolo hasta casi exterminarlo. El silencio no mola, es aburrido, y si no observen que el programa estrella de la televisión de este país se construye sobre los gritos, el ruido y la palabrería. Todo debe llevar un sonido, una música que “cree ambiente” y permita “generar experiencias”; de esta manera se menosprecia nuestra capacidad para enfrentarnos nosotros mismos, y sin ayuda, a hechos –como el artístico, el religioso, el espiritual- que atañen a la raíz misma de nuestra humanidad. Tanto hilo musical amputa nuestra capacidad de trascendencia y sublimación, ya sea en el arte, en lo religioso o en lo social, dándonos prefabricadas experiencias y sentimientos que antes debíamos buscar en nuestras entrañas. El silencio es temible porque es aliado de la libertad.

Sucede algo parecido en las iglesias de la ciudad. La novelería actúa como las fichas de dominó, caída la primera, caen las demás. Ahora es cool el hilo musical en los templos, que hurta la posibilidad del recogimiento y la reflexión, la búsqueda en el silencio de respuestas válidas para una ecuación que, la mayoría de las veces, no tiene solución. Se nos impone una “atmósfera” naif  espiritualmente, ñoña, se nos induce a una “experiencia” prefabricada que nadie pidió, toman esa decisión por nosotros. Todo se edulcora, los abismos del ser humano se dejan en manos de Hello Kitty, se nos prohíbe encallarnos la mente de tanto golpearla contra la pared de las dudas, se nos roba la dura exigencia de enfrentarnos a nosotros mismos, se nos impide transitar ámbitos que pueden dar sentido y que exigen un esfuerzo para conquistarlos. 

El silencio es el umbral del misterio de la existencia, la sala de espera de la razón para dar coherencia al caos que nos rodea; en el silencio se coge impulso para ser más humanos, en él no hay excusas para no responder a las preguntas esenciales que nos interrogan sobre nosotros mismos. Quien no quiere complicarse la vida se rodea de mucho ruido, el silencio incomoda porque elimina las distracciones.

En esta sociedad ruidosa y marketingnera hay que ser valiente para buscar el silencio porque puede que tras él nos encontremos a nosotros mismos.

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