Cosas que no tienen repuesto

Septiembre es el mes de los propósitos nuevos, de los proyectos que, esta vez sí, afrontaremos en el nuevo curso que comienza...

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Septiembre es el mes de los propósitos nuevos, de los proyectos que, esta vez sí, afrontaremos en el nuevo curso que comienza. Más que un mes, es una lente que ponemos a nuestra voluntad miope para que vea nítidamente que esos planes que vamos dilatando son realizables. Es un mes de esperanza y futuro que, lamentablemente, acaba sepultado por la rutina de los días. 

Para mí, septiembre tiene siempre olor a recuerdo, a infancia. Me huele a libros por estrenar y a amigos por reencontrar; a plumier nuevo donde formaba el ejército más colorido del mundo, los lápices Alpino; a cataclismo porque la división de tres cifras, esa que al final del curso pasado dominabas, se ha ido diluyendo en el mar durante las vacaciones. Septiembre inauguraba la niñez estabulada del colegio y sus tareas, lo celebraba con las colgaduras en tu ropa de las cintas blancas de algodón con tu nombre estampado; adelantaba las primeras lluvias, y con ellas los primeros charcos, y con estos los primeros chapoteos y chorretones de lodo, y con ellos las primeras reprimendas maternas. El mes que abría la temporada de rodilleras.

Afrontamos el final de septiembre, y las grandes cadenas televisivas ya han mostrado sus armas de destrucción masiva de la competencia para luchar por las audiencias. En esa amplia oferta -como la publicitan- que, paradójicamente, es reducida, ya que se replican formatos televisivos en distintas cadenas, los niños ocupan un lugar predominante, no como espectadores, sino como reclamo para lograr audiencias millonarias y, por tanto, ingentes ingresos publicitarios. Es algo que me entristece porque me hace asociar septiembre a inocencia mancillada por la industria, a niñez siliconada de adultez precoz y a infancia hormonada para desarrollar una musculación capaz de levantar toneladas de share.

En la nueva temporada televisiva abundan los talents shows kids, concursos donde subyace una alarmante conclusión: la niñez es rentable, usemos a los niños para ganar dinero. Camuflan este axioma tan simple y salvaje bajo la piel de cordero de programas cándidos y sensibleros, con presentadores amables y jurados empalagosos que lloran al eliminar a un niño, con un público en plató enfervorizado con las monerías de los pequeños y unos padres orgullosos al ver a sus hijos sacar el talento que llevan dentro. Uno ve estas cosas en la tele y se le viene a la mente Esos locos bajitos, la maravillosa canción de Serrat, cuando dice “nos empeñamos en dirigir sus vidas sin saber el oficio y sin vocación. Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones”… No te cabe en la cabeza que esos padres no tengan reparos en exponer a los focos y a las audiencias -y a los comentarios en las redes sociales- a sus hijos sin caer en la cuenta de que quizá estén colaborando, o por lo menos no evitando, a que abandonen la niñez para adentrarse en la jungla de la adultez con el machete de la competencia y la brújula del éxito rápido y a cualquier precio. Y es que en la historia son muchos los niños prodigios que acabaron como juguetes rotos en manos de la industria y de desalmados, que, una vez exprimieron su candidez e infancia, los defenestraron arruinando sus carreras artísticas y sus vidas. 

Además hay otra consecuencia: parece que eres un fracasado si tienes un hijo “normal”, es decir, sin talento y sin nada que lo haga especial para echarlo a pelear en la tele con otros pequeños. Se pervierte así la idea de que el talento debe cocinarse a fuego lento para dar buen sabor y que nada hay excelente que sea exprés; que el trabajo, la tenacidad y el esfuerzo son el esqueleto de la calidad en cualquier ámbito de la vida, y la genialidad es el final del camino, no la primera estación. 

Frente a este septiembre televisivo que ha aromatizado la niñez de dinero fresco y fuente de negocio, prefiero seguir guardando el recuerdo de un mes que olía a patria segura donde siempre poder regresar y a pura vida por descubrir. Ojalá siga siendo así para los niños… y para los padres, porque como canta Serrat en otra de sus joyas “juegan con cosas que no tienen repuesto, y la culpa es del otro si algo les sale mal”. La niñez es una de esas cosas que no tienen repuesto.

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