Puede que sea porque soy una fetichista de comienzos de novelas (cada uno colecciona lo que quiere) y tengo grabado a fuego en esta cabecita loca algunos comienzos deliciosos. De ésos que cuando los lees te inoculan algo que te impide soltar el libro hasta que te encuentras frente a frente con el final. Mi amigo Eduardo Carrera comparte este maravilloso virus. Lo hemos hablado muchas veces. Pasear por la librería, abrir un libro y quedarte atrapado como una pobre mosca en la red de telaraña que teje un autor con sus palabras en unas primeras frases. Frases que te ponen el dulce grillete de la lectura.
De esta colección que atesora servidora, si alguien me obligara a la crueldad (no lo permitiera Dios) de quedarme con uno solo, elegiría a Nabocov sin dudarlo. Hagan la prueba. Busquen cualquier edición de Lolita y comiencen a leer lentamente, masticando cada una de las palabras:
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita”.
Sólo con estas ochenta y una palabras, el autor descorre los visillos de una de las más bellas novelas sensuales (que no sexuales), de una filigrana de frases que son capaces de crear las mejores escenas que años más tarde (creo que el año 1962) Stanley Kubrick dibujó en blanco y negro con la ayuda de un atormentado James Mason. Por cierto, no cometan el error de ver la horrible versión de Jeremy Irons, si no quieren quedarse ciegos. La cara de acelga de Irons y la mala interpretación del resto, piden condena eterna en un cajón.
Mañana se cumplen ciento quince años del nacimiento de Nabokov. Dése un homenaje para celebrarlo. Abra la primera página del ruso y sienta como se aferran en sus muñecas la mordaza de la buena literatura, y cuando cierren el libro, respiren hondo y dejen que Kubrick complete lo que su imaginación no fue capaz de construir.
Hágame caso, me lo agradecerá.
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