El Clásico entre el Barça y el Madrid dejó hace unos días una evidencia: la excelencia del fútbol de Karim Benzema, un delantero centro que nunca ha sido lo suficientemente valorado por el madridismo. En el Real Madrid han gustado tradicionalmente los arietes que podríamos llamar de la vieja escuela vasca, esos rematadores de sangre caliente a un sólo toque con ambas piernas y con la cabeza, tipos letales en el área que se mueven a golpes de instinto. Dicen que Telmo Zarra jugaba así. Y Santillana, claro, desde su escalafón, respondía a esos parámetros de rematador implacable.
Karim Benzema es un jugador distinto a los demás, hasta el punto de que alguien ha escrito que más que jugar de '9', juega de '8,5'. Benzema nunca pondrá la épica en un equipo, el Madrid, que gusta de jugar a toque de corneta, sino la pausa. No practica un fútbol estridente ni exhuberante, porque su juego es exquisito. Donde los arietes tradicionales exhiben sudor, Benzema aporta glamour. Lo malo es que los toques sublimes de Karim dentro del área sólo duran décimas de segundo, y para apreciarlos, para saborearlos en toda la extensión de su valor, los partidos deberían discurrir a cámara lenta.
En el Camp Nou, Benzema dio un toque casi místico al balón para precintarlo suavemente hacia Cristiano Ronaldo, que marcó el gol del Real Madrid. Esa sola jugada justifica el motivo por el cual el fútbol es una pasión incomparable. En medio de las galopadas a todo pulmón por el campo, de los trallazos a puerta, de ese algo de cuerpo de Infantería que tienen los equipos de fútbol, y más aún el Real Madrid, Benzema es un eslabón perdido, un personaje de cuento, un tipo que levita sobre el césped como si estuviese charlando un rato con Juanito Gómez, hasta que de pronto hace lo imposible, lo estéticamente sensacional. Y muchos seguidores del Madrid entienden a Benzema poco a nada.
El fútbol es vocerío y Benzema parece que estuviera dentro de un libro.
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