Curioso Empedernido

Winebaldo Pinturero

Decía Voltaire que el que se venga después de la victoria es indigno de vencer. Eso lo entendía muy bien Winebaldo, que tantas veces había ganado...

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Decía Voltaire que el que se venga después de la victoria es indigno de vencer. Eso lo entendía muy bien Winebaldo, que tantas veces había ganado y ahora se encontraba padeciendo la derrota más absoluta, ya que la venganza es un placer de pequeñas almas. Las últimas vivencias le habían producido un bajón emocional, en el que no era capaz de captar cual era su momento. Se encontraba en el fondo del pozo, lejos de esa cresta de la ola de los triunfadores que tantas veces le había acompañado y había sido su icono.

Ahora más que nunca quería reclamar la aventura de cada día, sin cortapisas ni barreras, quería proseguir su ruta hacía ninguna parte y continuar con su mochila llena de piedras, sin pasos atrás y vértigos, sin fuegos, infiernos ni recesiones. Necesitaba una rendija sin artificios por la que descubrir una brizna de ilusión.

Winebaldo había llegado a esa edad en la que, pasados los sesenta y aun siendo joven, nos damos cuenta de que se nos va la vida, que nos van abandonando no sólo las fuerzas sino las motivaciones. Es uno de esos días en los que parece que ya empezamos a dejar de estar y comenzamos a olvidarnos de soñar y deambulamos  por los caminos de la vida con nuestro despojos, como si arrastráramos lo que nos queda de humanidad.

Pero son saltos de melancolía, en los que no queremos ver que en nuestros jardines interiores todavía hay flores y todo sigue siendo luminoso, y desde la serenidad de ánimo, la claridad de ideas  y la plenitud de la experiencia somos capaces de respirar a pleno pulmón y tener una visión profunda de la realidad.

Cada vez era, a pesar de sus años, más rebelde y menos complaciente, pero también estaba más cansado de aquel sin sentido, de aquellas paredes que tenían más decorado que  hogar, de la gente que presumía de tener acorralado al prójimo contra las cuerdas, de los tecnicismos y los vocablos ampulosos en lugar de las palabras claras y el chocolate espeso.

Pinturero quería encontrar su verdad sin necesidad de ir a buscarla, descubrir en cada paso un mar de ilusiones, un océano de sueños o una catarata de devociones, sin dejarse la piel en cada intento. Tener las narices de pescar la sorpresa de su vida en otras dimensiones, cerrar los ojos e imaginar otros espacios y tiempos.

El destino le había brindado la oportunidad de vengarse o ser generoso  y el había optado por lo segundo, en la seguridad de que era lo más beneficioso para los demás pero también para él mismo. Leal a sus principios, rápido e ingenioso en la búsqueda de soluciones y amable y simpático en el trato con los demás, Winebaldo Pinturero sabía muy bien lo que debía decir y callar en cada momento.

Había sabido situarse tan lejos de las efusiones, energías y entusiasmos como de las ofensas, insultos y agresiones, que hacía las cosas con un tacto especial y sin exceso verbal ni corporal, siendo prudente y cauto y huyendo de cualquier tipo de rumor, chisme y habladuría.

Aquel día, frisando el amanecer, algo olía a podrido. Se puso sus mejores galas y estaba dispuesto a ser el embajador de todas las sonrisas. Apareció en aquel salón, midiendo muy bien sus movimientos e intentando cambiar el ritmo de las cosas de la estridencia a la relajación, pero con la sana intención de no entrar en el peligroso juego de perderse en el orgullo de lo hecho o la incertidumbre de lo prometido.

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