Opiniones de un payaso

Café para todos

A finales de 2011 España no tenía un problema de deuda pública. Su endeudamiento apenas superaba el 70 por ciento del PIB. El problema de deuda pública lo...

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A finales de 2011 España no tenía un problema de deuda pública. Su endeudamiento apenas superaba el 70 por ciento del PIB. El problema de deuda pública lo tenemos ahora. Cinco años después. Cuando nuestro débito acumulado ha llegado a superar la barrera del cien por cien. Es decir, ahora que, por primera vez desde el comienzo de la crisis a mediados de 2007, debemos más de lo que somos capaces de producir a lo largo de un año.
Pero lo grave –si es que de grave se puede calificar esta situación, lo cual es bastante relativo– no es que se haya alcanzado ese elevado nivel de endeudamiento. A fin de cuentas, hay países considerados como grandes potencias que lo superan con creces y en sus economías tampoco se ha producido lo que podría considerarse como hecatombe. Tal es el caso, emblemático, por cierto, de Estados Unidos. Lo grave es que durante los últimos seis o siete años hemos estado echando mano de políticas presupuestarias restrictivas, de recortes y control del gasto en las administraciones públicas, que han causado un sufrimiento enorme a la mayoría de los ciudadanos, y resulta que han servido para poco más que tranquilizar, y no del todo, a nuestros acreedores. Esto es lo grave, lo lamentable y lo que debería invitar a la reflexión. Al menos a aquellos que, a pesar de las pruebas empíricas y, por tanto, los hechos constatados, aún continúan defendiendo la austeridad, como vía no ya solo para superar la crisis, sino para curarnos de sus terribles efectos. Y lo hacen desde un punto de vista científico-académico, pero no por intereses espurios. Porque, obviamente, de quienes defienden esa tesis pensando en el bien de un sector determinado de la sociedad y no en el bien de la sociedad en su conjunto, no se puede esperar reflexión alguna al respecto. Solo mensajes machacones y repetitivos –equiparables a perogrulladas– sobre las bondades de limitar el gasto público y reducir al mínimo el protagonismo del estado en el devenir de la economía. Esto es, el discurso oficial que venimos oyendo, gracias a los altavoces del FMI, la OCDE y otras instituciones de la misma cuerda, desde la recesión de los 70 del pasado siglo.
La austeridad es un valor, por supuesto. Y como tal ha de exigirse también a las administraciones. O, mejor dicho, a quienes las dirigen. Aunque resulta bastante paradójico que hayan sido precisamente los abanderados de este gran valor como receta para afrontar las adversidades económicas actuales los que menos han llevado a gala eso de ser austeros, especialmente en lo que se refiere a sus sueldos, a sus comisiones y a su tren de vida.
Como decía al principio, a finales de 2011 España no tenía un problema con su endeudamiento. En todo caso, quienes lo teníamos éramos los españoles. Por esas fechas lo que las distintas administraciones de este país empezaron a padecer fue una caída vertiginosa de sus ingresos, debido, entre otras razones, a la debacle del sistema financiero internacional y el estallido de la burbuja de nuestro mercado inmobiliario. Lo que, obviamente, obligó a llevar a cabo ajustes y dio el pretexto que necesitaban a los que abogan por el pseudoneoliberalismo (el neoliberalismo es pura falacia), y son detractores tanto de la socialdemocracia como del llamado estado de bienestar, para proclamar eso de que el café para todos no es posible.
Yo no sé si el café para todos es posible. Pero lo que sí sé es que el café única y exclusivamente sólo para unos pocos, como a algunos les gustaría, podría rayar en la abominación.

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