Opiniones de un payaso

Objetividad, imparcialidad y veracidad

El pasado 3 de mayo se conmemoró un año más el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Con motivo de la iniciativa que la Asamblea General de las Naciones...

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El pasado 3 de mayo se conmemoró un año más el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Con motivo de la iniciativa que la Asamblea General de las Naciones Unidas pusiera en marcha allá por 1993 para recordarnos que sin medios de comunicación libres, pluralistas e independientes no es posible una sociedad democrática. Esto es, que sin periodismo no hay democracia y, por supuesto, sin periodistas tampoco. Un problema que no nos es ajeno, sino todo lo contrario, en los países avanzados de Occidente. Donde el quid de la cuestión no está en la ausencia de libertad para el ejercicio de la profesión periodística, afortunadamente, pero sí en el mal uso que de dicha libertad en demasiados casos se hace por causa de intereses espurios.
Como ya he señalado en alguna otra ocasión refiriéndome a este mismo tema, una de las claves de lo que está ocurriendo en el periodismo de hoy día está en el desprestigio de la figura del periodista como tal y la devaluación que sufre la labor que realiza. No solo por hallarse inmerso en un sector controvertido de actividad en el que, hasta la irrupción de Internet y los nuevos medios digitales, se venía dando una concentración cada vez mayor de la producción, selección y la distribución de la información en unos pocos grupos de presión que defienden su posición y su ideología. (Ni porque se haya hecho realidad, salvo alguna que otra excepción, aquello de lo que advirtiera Mcluhan: “El medio es el mensaje”). Sino por la devaluación o pérdida de importancia de la información como información en sí misma. –tal como sucede con el conocimiento por el conocimiento en sí mismo–, y más aún si carece de utilidad para un determinado fin político o económico inmediato. Algo que es consecuencia en parte de la inflación informativa en la que vivimos inmersos en esta sociedad nuestra que bien podría llamarse de la desinformación.
El exceso de información que nos invade –más de la que los seres humanos somos capaces de procesar– genera una especie de colapso cognitivo y entorpece nuestra facultad para discernir como quisiéramos. Y es que la cantidad rara vez es compatible con la calidad.
Más mal que bien, más bien que mal, ahora todo el mundo escribe y todo el mundo opina, gracias a la democratización y extensión del acceso a la educación, de manera que no es esta ya una actividad reservada a una casta de individuos formados e instruidos expresamente para ello. Aunque esto, curiosamente, haya redundado en una mayor diversidad de opinión más aparente que real
Luego están los males consabidos, y de los que los manifiestos de las asociaciones del gremio se hacen eco cada año, como la manipulación que los poderes públicos y privados imponen para moldear la realidad en un determinado sentido, o la supeditación de la ética a las dictaduras de las audiencias, por aquello de que el periodismo es un negocio como otro cualquiera y la información, mera mercancía fungible o de consumo.  Lo que, por otra parte, sería difícilmente posible si los periodistas actuáramos siempre con la honestidad intelectual debida y observáramos con el mayor rigor los tres principios básicos en torno a los cuales gira, o debería girar, el ejercicio de este oficio: objetividad, imparcialidad y veracidad.

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