Opiniones de un payaso

El dilema

La presidenta de la Junta de Andalucía lo decía el pasado miércoles en un acto organizado por la Agencia Europa Press. A los políticos ya nadie les cree. Una afirmación por la que, desde luego, no puede calificarse a la mujer de lumbrera, pero que sí puede catalogarse de certera.

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La presidenta de la Junta de Andalucía lo decía el pasado miércoles en un acto organizado por la Agencia Europa Press. A los políticos ya nadie les cree. Una afirmación por la que, desde luego, no puede calificarse a la mujer de lumbrera, pero que sí puede catalogarse de certera. Y tan certera que seguro que no sólo la comparte todo hijo de vecino, sino, ya ven –y esto es lo más llamativo–, incluso los mismos que se dedican a la política y hasta viven de ella. Estando el patio como está no es de extrañar que nadie se crea lo que dicen o dejan de decir quienes se ocupan de la cosa pública. Y más aún teniendo en cuenta que el político, por el mero hecho de serlo –tal es la estima que tenemos por una actividad que debiera ser considerada como una de las más nobles–, siempre está bajo sospecha.
Tanto es así que uno llega a pensar que la gente que, a pesar de todo todavía cree, si no por ingenuidad, lo hace o bien porque le conviene o bien porque tal es su desesperación que lo precisa, como se precisa creer en Dios, exista o no exista.
En efecto, a los políticos ya nadie o casi nadie les cree, pero, aun así, cuando llegan las elecciones la ciudadanía les vota. Tal vez cada vez menos, pero les vota. Porque, a fin de cuentas, la mayoría de los que ejercemos el derecho al sufragio –y digo mayoría porque todavía, no sé hasta cuándo, somos más los que acudimos a las urnas religiosamente que los que pasan de participar en tan sagrado rito democrático– tenemos asumido que quienes trabajan por el interés común mienten y mangonean, unos más, otros menos, pero mienten y mangonean. Es ésta una convicción que se ha hecho un hueco en nuestros subconscientes como individuos y a su vez también en el subconsciente de la colectividad de la que formamos parte. Digamos que dicha convicción se ha convertido en un saber, un bien cultural –aunque no creo que tenga mucho de bueno– que se transmite de generación en generación sin necesidad ya de conocimiento de causa ni experiencia. Medio millón de años de prehistoria, si no más, y cinco mil o siete mil años de historia dan bastante de sí. Por muy guay que pueda ser la organización social que nos inventemos, la condición humana es la condición humana. Y lo afirma un servidor, que continúa manteniendo su fe inquebrantable en ella a pesar de estar a punto de cumplir la cincuentena, o quizá por ello, y tener, para bien y para mal, una muy aproximada idea de cómo las gastamos los seres humanos.
El problema –y con ello me circunscribo ahora al tiempo presente y al espacio en el que vivimos– es que hemos llegado a tal grado de corrupción –paradójicamente en una época en la que disponemos de la riqueza y de los recursos necesarios para montárnoslo mejor de lo que nos lo hemos montado nunca desde que el homo se convirtió en sapiens– que hemos superado los límites de lo tolerable por el propio sistema. Y esto es así –no voy a revelar nada que no se sepa– en la medida en la que hemos construido un modo de vida cuyas bases no son otras que las de la competitividad, la ambición y la codicia, porque con bases distintas el sistema difícilmente funcionaría.
Lo malo es que, tal y como piensan algunos cuya filosofía no comparto, sin competitividad, ambición y codicia tal vez el progreso no habría sido posible. Si por progreso se entiende el camino recorrido por la humanidad desde sus orígenes hasta la fecha y –he aquí el dilema– se puede considerar como deseable, a pesar de los pesares.

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