Opiniones de un payaso

Casi, casi, casi convencido...

Hace unas semanas escribía sobre algunos de los motivos por los que me defino de izquierdas. Esta semana voy a incidir en ello. Suelo decir que soy un socialdemócrata casi, casi, casi convencido. Y digo que casi, casi, casi convencido por si acaso...

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Hace unas semanas escribía sobre algunos de los motivos por los que me defino de izquierdas. Esta semana voy a incidir en ello.
Suelo decir que soy un socialdemócrata casi, casi, casi convencido. Y digo que casi, casi, casi convencido por si acaso. La posición epistemológica en la que me sitúo me obliga a dejar la puerta abierta siempre a la posibilidad de estar completamente equivocado en todos los planteamientos que asumo. En honor al valor que otorgo a la duda en pro del conocimiento, más que por mi acusada tendencia hacia el escepticismo.
¿Quién sabe? Lo mismo mañana –o en un futuro no lejano– se descubre y se demuestra que Dios –con mayúsculas– existe y que, además de existir, es de derechas. Como comprenderán, si tal cosa ocurre, no me quedaría otro remedio que revisar mis muy escasas pero casi, casi, casi firmes convicciones. Aunque, en tal caso, estoy casi, casi, casi seguro de que terminaría entregándome a cualquier clase de culto satánico o algo así por estilo. Por aquello de que no quiero renunciar a mi espíritu rebelde. Y, de todos, o casi, casi, casi todos, es sabido que Lucifer fue el primer revolucionario, no de la historia, pero sí de la metahistoria, si se me permite la expresión.
Vaya por delante, no obstante, que soy de los que piensan que lo que está bien está bien, exista Dios o no exista. O diga lo que diga, si es que existe. Y lo bueno es bueno, aunque venga la divinidad suprema en persona a decirnos lo opuesto.
Esto es, que la distinción entre lo que es justo y lo que no lo es no depende de lo que dicte el cielo. Ni de lo que mande la naturaleza, que, con o sin mayúsculas, puede ser muy bella, pero cruel. Así lo creo, al menos. Sino del consenso universal que seamos capaces de construir los seres humanos, ayudados de la sabiduría y la experiencia acumuladas durante milenios, desde los inicios de los tiempos hasta nuestros días.
En este punto me alineo con quienes, en el ámbito de la filosofía del derecho, reivindican los mejores valores del positivismo –o el neopositivismo, si lo prefieren– y alertan, con razón, de los peligros que entraña abusar de un iusnaturalismo un tanto trasnochado. Que es lo que está pasando últimamente con el debate jurídico-moral suscitado en torno al tema del aborto, por ejemplo, sin ir más lejos.
Viene a cuento todo esto que digo, aunque no lo parezca, porque sin positivismo el estado tal y como lo conocemos, con sus luces y sus sombras, no habría sido concebible. Y, evidentemente, sin estado moderno la socialdemocracia, con sus virtudes y sus defectos, que es la que un servidor –socialdemócrata confeso– defiende como la mejor de las formas en las que se puede organizar una sociedad sin que libertad e igualdad entren en conflicto, tampoco.
Hay quienes se creen a pie juntillas eso de que sin un poder público vertebrador que vele por el interés general –en el que se fundamenta la socialdemocracia– las sociedades son más prósperas. A pesar de que la realidad prueba lo contrario. Y quienes proclaman hasta la saciedad ese discurso ya manido de “cuanto menos estado, mejor”. Pero yo, obviamente, estoy casi, casi, casi convencido de que no. Entre otras razones porque mi fe en el altruismo humano y en las bondades del mercado libre no llega a tanto.

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