Opiniones de un payaso

Mentirosos compulsivos

El recurso a la mentira es muy habitual en el seno de la vida en sociedad. No en vano se dice que la existencia, nuestra existencia, es poco menos que una farsa en la que cada uno representa el papel que le dejan o que puede. En política ya ni te cuento...

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El recurso a la mentira es muy habitual en el seno de la vida en sociedad. No en vano se dice que la existencia, nuestra existencia, es poco menos que una farsa en la que cada uno representa el papel que le dejan o que puede. En política ya ni te cuento. Es el ámbito de la actividad humana donde probablemente el arte de mentir alcanza sus máximas cotas. Callar u ocultar una verdad o decirla sólo a medias se convierte a veces en un mecanismo de autodefensa. Se diría que en determinadas situaciones, más o menos extremas, es incluso pura y mera cuestión de supervivencia.
El problema surge cuando el recurso a la mentira se convierte en la esencia del discurso, en el eje de una estrategia. El discurso y la estrategia de quienes mandan y dirigen nuestros destinos. Consistente fundamentalmente en aparentar lo que no se es, hacer lo opuesto de lo que se dice y afirmar lo contrario de lo que se piensa. Fenómeno éste del que estamos siendo testigos últimamente en este país demasiado a menudo, no sin algo de premeditación y alevosía, desde que el PP gobierna. A las pruebas no hay más que remitirse. Baste recordar que este partido se nos presentó y presenta como protector y garante de los servicios públicos, pero los privatiza; de los derechos de los ciudadanos, pero los recorta, y del estado de bienestar, pero se lo carga. Claro que sin desearlo ni quererlo, según aseguran, sino porque las circunstancias obligan. ¡Cómo para creérselo!
Lo que resulta, sin embargo, indignante no es –aun siéndolo– que se recurra al engaño para ganar el favor de la opinión pública y las elecciones que haya de por medio. A fin de cuentas quien en campaña electoral hace promesas y se olvida de ellas en cuanto logra su objetivo siempre tiene a mano excusas para justificarse y, si no las tiene, siempre puede inventárselas. Lo indignante es, en mi opinión, que con una exhibición de cara dura y cinismo merecedora de un alto puesto en el Libro Guinness de los Récords se hagan malabarismos con los números y los datos y así se falsee, tergiverse  o manipule la realidad a conveniencia. Es lo que hizo por ejemplo la pasada semana la vicepresidenta del gobierno Soraya Sáenz de Santamaría cuando dijo que son quinientos mil los parados que cobran la prestación por desempleo y defraudan, aun a sabiendas de que no es cierto (¿Quién sabe si para en un futuro no lejano disminuirla?). O lo que hizo también días atrás el ministro Montoro cuando aseguró en el Congreso de los Diputados que en España los salarios no están bajando sino subiendo moderadamente. A menos, eso sí, que se estuviera refiriendo al suyo –a su sueldo, quiero decir– y a los sueldos de algunos de su entorno, en cuyo caso me callo. Aunque quizá sea en habilidades de este tipo el ministro Wert quien dentro del Ejecutivo se lleve la palma, aparte del presidente, por supuesto. A juzgar por cómo las gastó para desacreditar la hoy extinta asignatura de Educación para la Ciudadanía o reducir las becas.
Como me decía alguien en una conversación de café, éstos son todos unos mentirosos compulsivos. Y, si no lo son, bien que lo parecen.

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