Opiniones de un payaso

Miré los muros de la patria mía

Lo bien que les ha venido a algunos la noticia sobre la marcha del Papa esta semanita. Gracias a ella se han librado de seguir protagonizando la portada en casi todos los medios y centrando la atención informativa. Primera plana que ocupaban, todo hay que decirlo, no por méritos, sino por deméritos.

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Lo bien que les ha venido a algunos la noticia sobre la marcha del Papa esta semanita. Gracias a ella se han librado de seguir protagonizando, aunque no del todo, la portada en casi todos los medios y centrando la atención informativa. Primera plana que ocupaban, todo hay que decirlo, no por méritos, sino por deméritos. A menos que se considere toda actividad relacionada con la piratería, la pillería, la sinvergonzonería y el robo de guante blanco digno no de reprobación sino de admiración y respeto. Lo que es harto probable en un país este en el que la picaresca fue elevada a la categoría de arte –cinco siglos ha– y al rico siempre se le disculpó que mangase mientras al pobre no se le perdonaba ni una.
El que no se ha librado es el señor Arturo Fernández. Me refiero, por supuesto,  no a nuestro célebre galán de cine, sino al presidente de la CEIM, tan querido y estimado por doña Esperanza Aguirre, y vicepresidente de la CEOE. A este lo han pillado y se le ha colocado en el ojo del huracán. Ya saben, por pagar parte de los salarios a los trabajadores de sus empresas con dinero negro, según dicen. ¡Y habrá quien, a estas alturas de la película, hasta se ha sorprendido por tamaño descubrimiento! Cuando todos los que del tema económico entienden un rato nos tienen dicho desde hace bastante que la economía sumergida en España sobrepasa el 20 por ciento de nuestro PIB. Lo que, por otra parte, no extraña a casi nadie y explica, además, por qué, a pesar de los seis millones de parados, una cada vez mayor tasa de empobrecimiento general y un nivel de corrupción propio de un estado tercermundista y semifallido, que debería sonrojarnos a todos, aunque, eso sí, a unos más que a otros, no se ha producido todavía un estallido social de dimensiones y consecuencias impredecibles.
Por lo que se ve hay entre los empleadores a quienes el abaratamiento del despido, la depreciación de los salarios, la flexibilización en la movilidad de los trabajadores, en aras de la funcionalidad de las empresas, y la práctica eliminación de los convenios colectivos no les ha parecido suficiente. Quieren, además, que les estemos todos agradecidísimos, puesto que, si no fuera por ellos, no habría trabajo que valga. Después de todo, el que coge un sobre es porque quiere. ¿O no?
La última reforma laboral, de la que, por cierto, acaba de cumplirse un año, ya que no para frenar la caída del empleo, debería haber servido, como mínimo, para reducir las relaciones laborales de estraperlo y, de paso, las partidas de ingresos no declarados a Hacienda y a la Seguridad Social. Pues ni por ésas. Al menos en lo que se refiere, miren ustedes por donde, al señor vicepresidente de nuestra patronal.
Pero, por si la que está cayendo no fuera suficiente, hoy también, y para colmo, nos enteramos de que las principales potencias de la zona euro vuelven a aproximarse a la recesión.
Así las cosas, no es raro que hasta Benedicto XVI tenga ganas de quitarse de en medio. Y, ya puestos, loado sea el Santo Padre de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, porque en todo acto de renuncia hay un algo de generosidad que ya quisiéramos ver en muchos de quienes rigen nuestros destinos.
Seguro que hay quien comprenderá que, de un tiempo a esta parte, y sobre todo en estos días, me haya venido a la memoria un célebre soneto de Quevedo.

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