Lo que queda del día

El botón del pánico

¿Se imaginan a Blesa eliminando el rastro de sus tarjetas? Imaginar es gratis, y si se trata de pagar, lo que esperan los ciudadanos es que terminen haciéndolo quienes pueden ser condenados por sus actos delictivos

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Apretar el botón. Parece un enunciado simple, pero durante décadas fue una de las mayores amenazas para la humanidad, sobre todo en la recta final de la guerra fría, cuando Ronald Reagan y Leonid Brezhnev presumían de misiles nucleares y guerras de las galaxias, y con El día después y Juegos de guerra asumíamos que aquélla era la forma más directa de quedar reducidos a cenizas. En realidad, el miedo no era a la frase, sino a los tipos encargados de dar la orden, como ya nos contó Kubrick en Dr.Strangelove: ya por entonces teníamos claro que ser presidente de una nación no tenía nada que ver con grados de coeficiente intelectual, sino con la capacidad de liderazgo, y con el paso de los años ha habido gobiernos empeñados en que siga siendo así.

Hoy en día, en cambio, apretar el botón se ha convertido en la forma más rápida de encontrar la salvación, pero no la del alma, sino la de la cárcel. Lo llaman “el botón del pánico”, un dispositivo electrónico instalado en nuestro móvil o en nuestro ordenador al que basta con pulsar una vez para que desparezcan los archivos más comprometedores que tengamos en un disco duro. En realidad no los elimina, sino que los transporta a una nube, ocultos bajo cirrocúmulos de corrupción, para que nadie pueda encontrarlos y recuperarlos tras la operación.

Cuentan que Oleguer Pujol no se despegaba del suyo y que fue lo primero que buscó la policía cuando entró en su vivienda en busca de pruebas: la prueba que eliminaba todas las demás.  Al hijo pequeño de quien fuera molt honorable parece que sólo le dio tiempo a entrar en modo pánico, pero no a hacer uso del dispositivo.

Contado así parece como si ganasen los buenos, pero apenas resulta un alivio, porque ¿cuántos botones como esos habrá repartidos por España? No será por falta de candidatos para borrar su rastro contable de un plumazo.

¿Se imaginan lo feliz que sería en estos momentos Luis Bárcenas si hubiera tenido un botón del pánico a mano en el momento oportuno?, aunque en su caso lo más comprometido no es lo que tuviera en los ordenadores, sino lo que transcribía en sus papeles. Es más, ¿se imaginan lo feliz que sería el PP en estos momentos si tuviera un botón del pánico que le desvinculara por completo de la existencia de Luis Bárcenas, el hombre de confianza que ha pasado a convertirse, como Rato, en “esa persona sobre la que me pregunta”?

Hay más ejemplos: ¿se imaginan lo feliz que sería Juan Lanzas en este momento si hubiera tenido un botón del pánico que borrara el rastro de los intrusos que coló en los ERE pagados con dinero público o de las empresas con las que negoció para incluirlas en el listado de privilegiados? Es más, ¿se imaginan lo felices que serían el PSOE andaluz, Magdalena Alvarez, Chaves o Griñán si con apretar un botón del pánico lograran desterrar la expresión “fondo de reptiles” y vivir ajenos a la sombra de Guerrero, Lanzas y quienes pudieron aprovecharse del entramado establecido para ayudar a los parados andaluces?

¿Se imaginan a Iñaki Undargarin, o, mejor aún, a su suegro apretando el botón para borrar de los libros de historia cualquier vínculo del medallista olímpico con la Casa de los Borbones? ¿Y a Blesa eliminando el rastro de sus tarjetas opacas o lo que compraba con ellas? ¿Seguimos? A fin de cuentas, imaginar es gratis, y si se trata de pagar, lo que los ciudadanos esperan es que terminen haciéndolo quienes puedan ser condenados por sus actividades fraudulentas, más aún si se han cometido en el ámbito de lo público, o sirviéndose de lo público como pasaporte de acceso a una vida mejor; la de ellos y sus allegados, por supuesto.

Lo cierto es que lo que hasta ahora denominábamos “actualidad” ha terminado engullido por lo que ocurre en los tribunales: la sección de “Nacional” de los periódicos se ha convertido en una especie de subsección judicial, con entidad suficiente como para reivindicar la suya propia, lo que ayuda a obtener un retrato más o menos exacto de hasta dónde hemos llegado y, probablemente, de lo que nos merecemos.

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