Bikila, el hijo del pastor de cabras

Abebe Bikila pasará a la historia como el primer africano que ganó una medalla de oro en unos Juegos Olímpicos

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  • Abebe Bikila

El mundo del deporte está repleto de historias. Algunas, con la pátina del tiempo se han convertido en leyenda. En los JJOO de Múnich, en 1972, se produjo una de las escenas más emocionantes de la historia olímpica: el estadio entero se levantó para aplaudir y vitorear a un africano negro que apareció en la pista. No se trataba de un competidor, aunque sí de un campeón, un gran campeón. Iba en silla de ruedas. Esta es la historia de Abebe Bikila, el primer africano que ganó una medalla de oro en unos JJOO.
En el año 1935, los heroicos camisas negras del tío Benito invadieron Etiopía. Las esforzadas y valientes tropas del mariscal Badoglio se enfrentaron y vencieron a las desharrapadas harkas de Haile Selassie, armadas con lanzas y algunos viejos rifles. Un año más tarde aquellas tropas de la "grande Italia" desfilaban por Roma celebrando la victoria al estilo de los viejos cesares. Como botín de guerra llevaban consigo un obelisco, el obelisco de Aksum, que más tarde sería ubicado frente al ministerio del África italiana, una de las creaciones de Mussolini y sus sueños imperiales. Este monolito, de 1700 años de antigüedad, jugará un papel simbólico importante en nuestra historia.
Tres años antes de la invasión fascista, en una pequeña aldea del norte de Etiopía nacía Abebe Bikila. Hijo de un pastor de cabras, el joven Bikila se trasladó a Addis Abeba con 17 años para ingresar en la guardia del emperador. Haile Selassie había vuelto a su país tras la expulsión de los italianos en 1941. Y allí aprendió a correr. El destino, ese gran bromista que tan mal lo iba a tratar al final de su vida, le hizo esta vez un quiebro afortunado. El corredor seleccionado para competir en la Maratón de los JJ de Roma, en 1960, se lesionó, y Abebe Bikila viajó en su lugar. Segundo regate del destino: unas ampollas en el pie le hicieron adoptar una insólita decisión, correría descalzo.
Y así, aquel 10 de septiembre de 1960 un africano negro, etíope, corriendo descalzo, ganó por primer vez una medalla de oro en unos JJOO para su continente. Para que la justicia poética fuese completa, Abebe Bikila dio el tirón final justo al pasar frente al monolito de Aksum, aquel que los italianos se habían llevado sin permiso de su país. Cuatro años más tarde Bikila repetiría prueba y metal en los JJ de Tokyo. Ambas victorias estuvieron además acompañadas de sendos récords mundiales. En Roma, descalzo, Bikila rebajó la mejor marca mundial en más de ocho minutos.
Pero el destino se cobró con creces los favores otorgados al hijo del humilde pastor de cabras. En 1969, un año después de sus terceros JJOO, en los que no pudo repetir el éxito, un accidente de coche lo dejó parapléjico. Lejos de resignarse, Bikila emprendió una lucha a muerte por la vida y por la superación. Aprendió a tirar con arco, a montar en trineo, y aun participaría en los JJ paralímpicos de Noruega en 1971. Un año más tarde en Munich, en su silla de ruedas, protagonizó una de las escenas más emocionantes de la historia universal de los deportes. Existen una grabación y unas serie de fotografías que inmortalizaron aquella última vuelta olímpica de Abebe Bikila, y pocas veces -quizás ninguna- se ha visto tanta emoción dentro de un estadio. Un año después, con solo 41 de edad, un derrame cerebral, producto del accidente, acabó con su vida.
Hoy en día Africa es la cuna de los mejores corredores de larga distancia del mundo. Por eso fue tan importante la vida de Bikila. Su compatriota Gebreselassie, su mejor pupilo, lo resumió como nadie: "Bikila -dijo- hizo que los africanos pensáramos: Él es uno de nosotros, si él puede, nosotros también podemos hacerlo". Y vaya si pudieron.
El obelisco de Aksum permaneció todavía durante un largo tiempo en Roma. Finalmente devuelto a Etiopía en 2005, hoy se levanta majestuoso en el lugar del que nunca debió salir. Al visitarlo es imposible no acordarse del hijo del humilde pastor de cabras, que una tarde remota de 1960, corriendo descalzo, le devolvió el orgullo a su pueblo. Italia necesitó un ejército para conquistar Etiopía, y Etiopía solo necesitó un hombre para poner Roma a sus pies.

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