Hace sólo unos días que hemos conocido que, si nada lo remedia, Abengoa va a enfrentarse al mayor concurso de acreedores de la Historia de nuestro país. Que una compañía sevillana amenace con cerrar, tristemente no tendría que extrañar ya a nadie. Los sevillanos deberíamos estar acostumbrados a ello, habida cuenta del desangramiento industrial que llevamos sufriendo desde hace décadas en una ciudad que se ha quedado sin sus astilleros, sin Saimaza,… y hasta sin la primera fábrica de tabacos que existió en el mundo. Sin embargo lo malo es algo a lo que nadie se habitúa, y ahora todos estamos pendientes una vez más de una tragedia que amenaza a miles de trabajadores y unos acreedores que no son sólo banqueros sino también organismos públicos.
He de confesar que me hubiera costado mucho imaginar que esto pudiera ocurrir, pues Abengoa, a pesar de ser una empresa del Íbex que debiera cumplir con todas las normas y principios que rigen al capitalismo moderno, nunca perdió ese olor rancio de las empresas familiares de la oligarquía española.
Ciertamente, la Abengoa de los Benjumea representa como pocas compañías la triste tradición española que hace mezclar los intereses privados y públicos, siendo muy fácil descubrir los vasos comunicantes entre algunos políticos y esta empresa, y así, personajes vinculados a la Casa Real como Alberto Aza o Carlos de Borbón, socialistas como Josep Borrell, Rafael Escudero o Luis Solana, y populares como Ricardo Martínez Recio o Javier Rupérez, han pasado por la nómina de la empresa en esa práctica tan poco ética -aunque legal- que se ha conocido como “puertas giratorias”. Con tan buenos amigos, parecía imposible que Abengoa pudiese haber llegado hasta esta situación, pero así ha sido. Y es que su patrón de crecimiento basado en el endeudamiento ha tenido un límite.
Desde que conocí la noticia, sospeché que nada malo podría ocurrirle a la familia Benjumea, y entonces descubrí que Felipe Benjumea había abandonado la presidencia de Abengoa hacía sólo un par de meses recibiendo una indemnización millonaria. ¡Toma premio! Y todo por haber dejado a una empresa en la ruina y a miles de trabajadores temblando por su futuro; esos mismos trabajadores que durante años han sufrido atropellos increíbles como la prohibición de comer alimentos traídos de casa, la política antisindical de la empresa, o la constante amenaza de despido como medio para garantizar la sumisión.
Todos los partidos, economistas y banqueros del país están ahora elucubrando sobre qué hacer, pero a nadie se le ocurrió cuestionar en su momento el modelo de crecimiento de la compañía, o el trato que daba a sus trabajadores. Ahora, en nombre de evitar esos despidos -aunque en realidad sea la inversión de la banca lo que más importe-, muy probablemente la empresa se intentará salvar con la inyección de dinero público, en una nueva trampa que nos obligará a socializar las deudas cuando hasta ahora se habían privatizado los beneficios. Yo, por mi parte, no tengo ningún problema en que se plantee la intervención pública de la compañía, pero es de justicia que en ese caso, la misma sea nacionalizada, en vez de saneada y devuelta nuevamente a manos privadas, para que los oligarcas sigan riéndose de todos los que nos limitamos a pagar impuestos sin haber formado nunca parte de un consejo de administración.
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