El disfraz más feo del mundo

Hay un rato al año para alzar la voz sin cortapisas. Para que el arte se ponga al servicio de la crítica social y para que la voz del pueblo tenga como portavoces a los autores e intérpretes de Carnaval

Publicidad AiPublicidad AiPublicidad Ai

Hay un rato al año para alzar la voz sin cortapisas. Para que el arte se ponga al servicio de la crítica social y para que la voz del pueblo tenga como portavoces a los autores e intérpretes de Carnaval. Me confieso fiel admirador de las agrupaciones buenas, de las que son capaces de contar y cantar verdades, de las que hacen del ingenio y la poesía los mejores recursos para desenmascarar miserias e injusticias y para disfrazar en forma de piropo las virtudes (que algunas hay) del lugar que habitamos. De las que convierten en arte el derecho al pataleo de los ciudadanos comunes. Pero me quedo sólo con eso. Con la valentía que algunos (muy pocos) autores demuestran para expresar que el pueblo, por mucho que la clase política se empeñe, no es tonto. Con el rato de teatro. Porque fuera de las tablas, llevo años descubriendo el disfraz más feo del mundo. El que se cose con la aguja de la ‘sinhueso’ dañina,  se plancha en la tabla de la hipocresía, y se adorna con la máscara del sarcasmo. El disfraz de la competición que todo lo desvirtúa. El disfraz de la contradicción. Porque en la fiesta marcada por la libertad de expresión en mayúsculas, fuera de las tablas la expresión se hace libre para esclavizar la opinión. O conmigo o contra mí. El disfraz de los cobardes anónimos que prostituyen los foros de opinión vomitando frustraciones. Y así malvive esta tradición que en Huelva este año ha cumplido 30 años. Y en lugar de alcanzar la madurez que esa edad implica, cada vez ofrece más síntomas de niñateo. Quizá peque de novato en esta fiesta, y todo ello forme parte de los entresijos de su identidad. Pero me resisto a dejarme infectar por  el patológico chovinismo de algunos; por  la indignante máscara  de otros; por la falsa modestia de más de uno; y por la empalagosa soberbia de dos o tres o cuatro. A esta fiesta le hace falta un tratamiento crónico con la medicina de la humildad. Por eso, antes de contagiarme, me quedo con el teatro. Allí, al menos, se da la cara en las tablas y muchas veces aparece el duende. Porque fuera, con el tipo ya guardado, hay demasiados que siguen ataviados con el disfraz más feo del mundo. Y eso, créanme, no es Carnaval.

Envía tu noticia a: participa@andaluciainformacion.es

TE RECOMENDAMOS

ÚNETE A NUESTRO BOLETÍN