Hablillas

La escalera

La comunicación ha evolucionado mucho, tanto que la presencia física no es tan necesaria.

Si nos paramos a pensar el tiempo que le dedicamos al teléfono móvil seguro que nos sale una cifra tan importante como abrumadora. Ciertamente es un medio tan útil que se ha vuelto indispensable, por lo que estas líneas no descubren nada nuevo, sin embargo abundan en el tema por esa especie de abstinencia que padece el usuario si se olvida del aparatejo al cambiar de abrigo o de bolso. Él se queda escondido, arropado y en lo oscuro, sin dejar de emitir señales delatoras indicando su ubicación y recepción de mensajes, mientras nosotros podemos llegar a olvidarlo durante un rato o e echarlo perdidamente de menos.

Admitimos la rapidez, la comodidad y la compañía que da durante ese rato antes de dormir, por ejemplo, cuando no gusta o no entusiasma un libro. En cualquier caso, es una forma de comunicación que se hace adictiva por la propia conversación, por las fotos, las frases, las reflexiones, las oraciones, los avisos sobre el temporal de viento que hemos sufrido esta semana, en fin, que no dudamos de su utilidad, de la espontaneidad que aflora quizás por la distancia de los miembros de un grupo o del otro contacto. Y compartimos, es decir, enviamos lo que recibimos para distraernos conjuntamente.

La comunicación ha evolucionado mucho, tanto que la presencia física no es tan necesaria. El avisador reclama nuestra atención y atendemos, leemos el mensaje instantáneo, en cambio cuánto cuesta llamar al timbre del vecino para preguntarle cómo se encuentra o saludarlo al entrar o salir del ascensor. Hemos hecho de la vivienda un mundo cerrado, dos o cuatro distintos por cada planta del edificio, un concepto que era exclusivo de las capitales, de las ciudades grandes, un concepto basado en la independencia, exagerado hasta el límite de la indiferencia hacia el otro. El exceso de trabajo y la falta de tiempo imposibilitan o limitan la socialización, la conversación.

Es por eso que un grupo de sociólogos ha puesto en marcha un proyecto llamado “la escalera” para que los vecinos se conozcan. Ha empezado por un edificio de un barrio de Madrid, donde los escasos metros de separación se pueden salvar con una pegatinas colocadas voluntariamente en los portones ofreciendo ayuda, como “te subo la compra” o “comparto wi-fi”. Se trata de concienciar, respetar y convivir con los diferentes estilos de vida de cada casa, de quienes las habitan. La escalera es el punto de encuentro, por donde se cruzan los moradores. Se trata, por tanto de paliar un poco el aislamiento entre ellos, de que el portón no sea una muralla, que los vecinos sepan o sientan que hay otros en quienes apoyarse.

Esto nos motiva a reflexionar, porque en las redes sociales se enumeran los amigos, comunican las solicitudes de amistad, anuncian eventos. Están y estamos pendientes de subir tal foto, sugerir un libro o recomendar el título de una película, sin embargo, como anotamos antes, no salvamos cuatro metros de rellano con dos tazas de café. En eso no caemos por proximidad, por la timidez que nos limita la cercanía, la que nos condena al silencio de un escondite, si se quiere. De todas formas es un buen proyecto, una idea estupenda y una iniciativa que, ojalá, propicie la comunicación y la conversación. La amistad es cuestión de tiempo.

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