Hablillas

Las nubes de la primavera

En La Isla, la primavera comienza aromando la brisa, llenándola de perfume de azahar, desperdigando pétalos bajo los naranjos.

Dicen que la primavera la sangre altera, tanto que el ánimo se sobreexcita con los primeros calores que nos abrazan a destiempo. No importa el día del almanaque y mucho menos el pronóstico que facilita el meteorólogo. Cada lugar advierte su presencia de manera diferente. En La Isla, la primavera comienza aromando la brisa, llenándola de perfume de azahar, desperdigando pétalos bajo los naranjos.

Oímos sus pasos al anochecer, al percibir el aire algo más cálido, sobre el que vuela el ritmo de los tambores y el sonar de las trompetas que apuran las últimas noches de ensayo. Poco queda para que las procesiones desfilen con la solemnidad del momento, motivando la curiosidad de quienes las esperan al filo de la acera, propiciando el asueto de quienes prefieren huir de la marcialidad.

Pero mientras llegan estos días en los que la relajación se vive de otra forma, nos ilusionamos con las imágenes que nos regala esta caprichosa, colorida y deseada estación, con el cielo tan azul, el caño tan brillante y los doce nuevos tipos de nubes que ha reconocido la Organización Meteorológica Mundial, porque antes no tuvo en cuenta el amanecer de La Isla, momento vivido rutinariamente pero que sorprende todas las mañanas.

Estas nubes Asperitas, cuyo nombre recuerda a detergente antiguo, suelen hacer aquí una réplica del fondo del mar sobre nuestras cabezas durante el mes de enero. Claro que ni los mares ni los fondos son iguales, piensa usted, curioso lector, con  toda la razón. Las vacum, las del agujero en el centro, nos han dejado ver el azul hace unos cinco meses. Pero no es tan redondo, añadirá usted, preciso lector.

Y también ha aparecido algún arcoíris de fuego, como el del atardecer de diciembre de hace un par de años, distinto porque los tonos tienden a disiparse como si se hubiera utilizado el difumino, tan bello como los que dibujan y suavizan la gris y oscura obsesión de la lluvia. Pero era tan tenue que apenas se vio, justificará usted, riguroso lector. Son imágenes inusuales e irrepetibles pero tan impactantes por sus formas y colores que proporcionan un efecto de perfección tan sorprendente como efímera.

Lástima que no se pueda disfrutar un poco más ese momento que se devana en un par de minutos, momento en que la luz del sol transforma y condena, momento que capta una fotografía tan fiel como injusta, porque por muy buena que sea no puede transmitir la belleza en su estado natural de azul y olvido, como cantó Juan Ramón Jiménez. Momento propicio para que la mañana se deslice alumbrando, abriendo caminos, instantes que se pierden porque la costumbre los elude. Al fin y al cabo sólo son nubes, concluirá usted, elocuente lector.

Nubes, sí, condensación de vapor de agua que enamoraron a pintores como Corot, Turner o Van Gogh, nubes que se quedaron a vivir entre los versos de un poema, en el dibujo de un niño, en el párrafo de una novela. Nubes que recorren el cielo, que se nos muestran como algo fabuloso e irrepetible, que las apreciamos cuando la distancia nos invita a recordarlas.

Las asociamos con el ocaso, con la puesta de sol, ignorando que éste momento brillante y mortecino es el otro lado del día, el espejo del amanecer, donde se miran ahora las nubes de la primavera, alegres, melancólicas, densas, ligeras, deshilachadas, suaves.

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