Hablillas

El canto del grillo

No es frecuente este lugar para un grillo, pero allí estaba hace poco más de una semana, aunque no se dejó ver.

Oírlo es evocar el verano, el silencio que vuela por la noche oliendo a aridez. Y es especialmente en estos días de primeras aguas, de primeros y ansiados chaparrones cuando con pena empezamos a echarlo de menos. El canto del grillo, repetitivo y chirriante, es el tono inseparable de las tardes cálidas y las madrugadas en blanco que se arrullan o enervan con el roce de sus alas, sonido agudo que volverá dentro de unos meses, mucho antes de lo que imaginamos. Sin embargo aún puede sorprendernos algún rezagado, alejado de su escondrijo, perdido, visible con la imaginación.

Se oye como si arañara el tambor de una persiana, cortando la brisa fresca del atardecer por el que travesean las primeras tufaradas de castañas asadas, mil lugares corrientes que, en suma, los protegen, como el hangar de un buque. No es frecuente este lugar para un grillo, pero allí estaba hace poco más de una semana, aunque no se dejó ver, solo el canto delataba su presencia durante una mañana clara por la que soplaba el levante, tan suave que rizaba ligeramente el agua, más azul que nunca a mediodía.

Las gaviotas gañían mientras sobrevolaban la cubierta, como si rindieran pleitesía, respetando el acto militar que se desarrollaba. Sobre un fondo dorado y verdoso, sobre una postal de arena y de pinares la bandera nacional parecía desfilar sola, lenta. Con aire marcial acompañaba los sones del himno que emocionaron al público asistente reunido sobre la cubierta gris tantas veces pulverizada por los golpes de mar, zarandeada por las olas gigantescas mientras sostenía el peso de las aeronaves. En el muelle todo era calma y claridad con olor a marisma.

El paso al hangar liberó el olor del  navío, el propio, como si fuera el de un cuerpo, que se esfumó en cuanto entró el aire, el que refrescó, el que rescató el olor particular que quedaba impreso como una huella en los uniformes de los militares de antaño destinados en un buque como aquel, uniformes color gris plancha, gris uralita para los ocurrentes, gris al fin como el de la nave en la que tenían que cumplir el período estipulado. Al desembarcar, al ascender en el escalafón para desempeñar otro cargo el olor permanecía en el traje, resistiendo y rechazando el paso del tiempo. Hace poco más de una semana el público asistente al acto referido participó de este detalle, de este olor tan peculiar como pertinaz, mientras la marcha que ganaba barlovento con sus notas volaba con el viento.

Al callar cantó un grillo. Parecía querer alegrar aún más el mediodía, dedicarle su chirrido repetitivo y monocorde a un momento dulce y conmovedor como el que discurría sobre el hangar, el que hacía brillar una trayectoria militar que finalizaba, el que indicaba el comienzo de arrostrar los días sin madrugar, sin estar pendiente del reloj. Con las voces empañadas por la emoción, los abrazos interrumpían los buenos deseos, los recuerdos de las escalas, de las ciudades atlánticas que a partir de ahora serán como estampas contempladas en sueños.

El futuro añorado llegó. El curso de los días acortó una distancia que se llenó de experiencia con olor a despedida dulce, alegre, ilusionante e ilusionada en un mediodía claro, tranquilo, por el que soplaba el levante suave que rizaba el agua, un mediodía por el que gañían las gaviotas que sobrevolaban la cubierta del Galicia mientras un grillo cantaba en el hangar.

A Francisco Javier Franco Suances, por la nueva singladura que comienza. Juan Luis y Adelaida.

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