Hablillas

Estamos en agosto

El mes de agosto traía mareas cargadas de algas, picaduras de aguavivas y el deseo íntimo de que se eternizaran aquellas noches de tertulias juveniles.

Aunque La Isla reniega ya de tantos días de calor, cierto es que los añorábamos tras un invierno tan crudo. El verano, tan deseado como abominado, se recuerda toda la vida. Durante la infancia, estando en el colegio contábamos los días para las vacaciones y año tras año ellas han condicionado nuestra existencia fabricando nuestros recuerdos, enriqueciendo nuestra experiencia. Por lo tanto, vacaciones y verano permanecen ligados y nada al parecer los separará. Qué cercano suena el traquido repetido y breve de los extraviados “triqui-traques”. Aún escuecen los pinchazos de las buganvillas y huele el jazminero que cubría la salida al patio o a la azotea. Estas sensaciones son las que definen nuestros veranos y en todos ellos se desplegaba la magia de lo que aún estaba por descubrir. Sin saber la razón, todo ocurría tras la feria del Carmen, quizás porque una vez pasada el relajo propiciaba la diversión.

El mes de agosto traía mareas cargadas de algas, picaduras de aguavivas y el deseo íntimo de que se eternizaran aquellas noches de tertulias juveniles. Charlas en las que se contaron los primeros chistes picantes a media voz seguidos de carcajadas ahogadas, en las que las miradas dulces e ingenuas iban adquiriendo profundidad, en las que una mano sobre el hombro empezó a tener la calidez de una caricia. Las noches de agosto eran espléndidas, claras y susurrantes,  porque compartíamos muchas historias que más tarde nos acompañaban a dormir.

Por la ventana de la habitación, en silencio, mirábamos las estrellas y cuando cerrábamos los ojos rescatábamos las frases o las imágenes que momentos antes habían acaparado nuestra atención. Para las noches de luna llena no había opción. El resplandor, las sombras que dibujaba en las caras de los otros nos hacían estremecer y si además alguien se llevaba una radio para escuchar a Antonio José Alés, la madrugada discurría entre cabezadas. Sólo el tiempo nos hizo comprender la magia de agosto, magia que desplegaba la independencia que empezaba a crecer al mismo tiempo que nosotros, que germinaba abonada por el conocimiento, la manifestación de los primeros sentimientos encontrados, íntimos y personales.

Hoy, rebasada la cincuentena, agosto nos sigue sorprendiendo, nos sigue embrujando bajo la luna, la más grande y luminosa de la estación estival, la que oculta la caída, ya lenta, de las Perseidas, la que rivaliza sin proponérselo con el brillo rojizo de Marte, más cercano un año más por obra y gracia del bulo que desde hace doce corre por la red. Si al principio nos impactó tal tomadura de pelo ahora eliminamos el correo nada más recibirlo porque son otros los que realmente nos reclaman haciéndonos sonreír por ser evocadores y entrañables. Agosto termina dentro de dos semanas pero nos deja enlaces como el que nos lleva a las momias de Llulaillaco, una historia impresionante que le habría encantado a Alés, nos deja imágenes del bando de las espátulas, de los cetáceos que surcan Estrecho y de los flamencos que vuelven a su tierra de fuego.
Estamos en agosto, aún evocador, mágico e ilusionante.

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