Hablillas

Los años de la ballena

Antonio Díaz nos incluye en la historia, nos coloca al lado de Rubén, un fotógrafo barcelonés recién despedido del periódico en el que trabajaba.

Mi abuela charlaba mucho conmigo y cuando cambiaba el tiempo, más bien cuando empezaba a subir la temperatura llevándose el frío y la lluvia, solía recordar el año que apareció una ballena muerta en las playas de Cádiz. Decía, muy apurada ella, que aquello traía ruina porque muchas mujeres morirían de parto o bien sus hijos al nacer. 

El caso es que mi curiosidad podía más que yo y me faltaba tiempo para imaginar las causas que podían haber traído a aquel mamífero gigantesco hasta este rincón del sur. Lo cierto es que me moría de ganas por ver uno pero nunca me atreví a confesárselo.

Esta leyenda oída en su familia desde sabe Dios cuándo, se fue alimentando a medida que mi abuela fue creciendo pero hoy puede decirse que se ha perdido por completo porque hacía años que no se mencionaba, ni siquiera en este principio de siglo en el que han aparecido en varias ocasiones. Ha sido la novela que titula la hablilla de hoy la que la ha rescatado, la que revive y despierta la curiosidad dormida. Antonio Díaz, su autor, sustenta el argumento sobre el pilar de lo misterioso y atrayente, a la vez que nos invita a rebuscar en la memoria de los nuestros el origen de esta leyenda que nuestros hijos ignoran y de la que se reirían si llegan a conocerla.

Antonio, quien afirma haberla oído y haber investigado sobre ella nos la acerca en esta novela apoyada en otra palabra tan encantadora como perdida, pues el subtítulo termina de tender la red para atraparnos: el misterio del pozo masconato. Es ésta última la que cautiva y nos hace caer en los brazos de la nostalgia, la que nos devuelve los juegos en la calle, la suavidad de la tierra en las manos, el estallido brillante de un triquitraque, el paso circunstancial y nocturno de un coche por el callejón. 

Antonio Díaz nos incluye en la historia, nos coloca al lado de Rubén, un fotógrafo barcelonés recién despedido del periódico en el que trabajaba, que por casualidad toma una foto a una señora y se ve inmerso en una aventura que lo trae al sur: a Jerez, San Fernando y Cádiz. Con un lenguaje sencillo elabora con soltura los dos estilos que diferencian y al mismo tiempo unen a los protagonistas logrando un retrato preciso de ambos en las épocas en que discurre la trama.

El estilo directo para Marta, la señora mayor retratada por Rubén, la fuente de su interés, la que sufre aún el escozor del abandono y el desarraigo, la que recuerda lo sufrido con serenidad, sintiendo el hueco abierto por la distancia donde caen silenciosas las lágrimas de la experiencia.

La narración en tercera persona es para Rubén, para asemejarla a la crónica de una búsqueda, una aventura que el fotógrafo recordará toda su vida y en la que descubrirá una palabra –masconato, hoy perdida- que nos llevará al desenlace, una palabra que le aporta el elemento fantástico que logra que la historia se consolide como novela, es decir, como la define el diccionario.

Sin embargo esta obra tiene algo más porque su lectura nos permite percibir las pinceladas pensadas, precisas, suaves y sueltas con las que Antonio Díaz ha ido pintando este lienzo impresionista, logrando un conjunto de colores luminosos que no brillarían sin las sombras.

Recreémonos en ellas asomándonos al pozo, imaginando la mirada vacía de la ballena varada en la arena. Enhorabuena, Antonio, por este cuadro. A mi abuela también le habría gustado.

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