El canciller de hierro

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Dicen algunos que esta España políticamente convulsa se asemeja a aquella España de preguerra de la que el anterior dieciocho de julio se cumplieron ochenta años en que principió tan triste efeméride. Habiendo una evidente polarización de partidos que se traduce en la notoria falta de entendimiento que propicie la formación de un gobierno, lo cierto es que hay otras muchísimas circunstancias, evidentes,por las que por suerte, aquella situación tan enconada lo es ahora mucho más relajada. No vamos a salir a tiros a Dios gracias. A mí este impasse me evoca más cercanía a la España del turnismo de finales del siglo XIX y principios del XX que personificaron Cánovas y  Sagasta. Aquel sistema de la Restauración estaba ya agotado y las soluciones que en un momento pudieron servir ya no lo hacían. Y frente aquella situación de atraso y decadencia que España venía arrastrando por siglos surgió el Regeneracionismo, primero de base intelectual, luego algo más pragmático y proyectado en la vida política de aquel tiempo. Sin embargo, como ahora, aquella sabia nueva no era capaz de acomodarse a las circunstancias que ya había. Es como si lo nuevo fuese incapaz de sobreponerse a lo viejo, pero no por falta de ganas de un cambio, sino porque las viejas estructuras y los viejos políticos impedían que ese movimiento regenerador fuera capaz de implantarse. Ahora vemos confundidos cómo es posible que del cambio tan profundo proyectado en el Congreso en las últimas dos elecciones generales no hayan propiciado o cuajado en el nuevo modo de hacer las cosas que pretendíamos obtener. Pero es lógico, puesto que el actual sistema no ha venido funcionando con esta pluralidad de partidos como es el escenario en el que nos movemos. Lo viejo no muere y lo nuevo no nace. Llámese nueva transición o como se quiera bautizar, pero lo cierto es que esta alteración en el mapa político necesita de una estructura que la soporte y la haga útil. Ahí es donde creo que debe de entrar la figura, acuñada durante el Regeneracionismo, del “canciller de hierro”, del impulsor de las reformas necesarias que hagan que esta nueva etapa encuentre su debido acomodo. No se trata de “borbonear”, pero el Rey, que al fin y al cabo algún papel debe de tener en todo esto, bien podría asumir esta función de propiciar o iniciar un camino, que venga a superar las actuales dificultades, o de otro modo, permanecer en esta frustrante parálisis.

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