Eutopía

Tiempo abierto y esperado

Algunas veces los gestos de la infancia son verdaderas clases magistrales. Allí estaban, en torno a un pequeño hormiguero del parque de la avenida de Andalucía

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Algunas veces los gestos de la infancia son verdaderas clases magistrales. Allí estaban, en torno a un pequeño hormiguero del parque de la avenida de Andalucía. Caras de admiración y asombro, que se iban contagiando a cada nuevo descubrimiento. Hormigas alienadas, concentradas en la única tarea de recoger y almacenar, absortas y ajenas a toda mirada, a todo obstáculo. Yo les observaba, con la curiosidad de compartir la razón de tanta perplejidad, haciendo realidad ese verso de Benedetti: “Qué espléndida laguna es el silencio”. Y no pude más que sentarme en el banco más cercano, porque, de golpe, comprendí la paradoja, una de esas lecciones vitales que te regalan sin motivo aparente. La adultez tiene sus ventajas, pero también alberga una tragedia intrínseca. Y es la pérdida de esa inocencia, capaz de parar el mundo, detenerse y bajarse de él, simplemente para darle paso a la contemplación. Comprendí que desde hacía mucho tiempo no disfrutaba al ver las idas y venidas de esas hileras de hormigas, que dicen, que anuncian las lluvias. Las que ahora, nos demuestran, la sabiduría de la naturaleza. Aun respetando y comprendiendo que todo ser vivo tiene su lugar y su función en el ecosistema, reconozco que siento una ligera animadversión con respecto a las hormigas, y en el fondo creo que e, porque estamos siendo muy similares a ellas… Quizás sea porque en la medida que vamos creciendo, vamos apartando algunos de esos buenos hábitos. El hacer un alto en el camino, discernir cuál es el sentido del recorrido, tomar una u otra dirección, o simplemente contemplar, debiera ser una actividad básica diaria. Las exigencias sociales, los imperativos económicos, la competitividad laboral, el estrés, son los pasillos de los hormigueros actuales. Estos no tienen ventanales, sólo minúsculos agujeros, estrechas cavidades, donde no hay espacio para la existencia comunitaria, sólo, para la aglomeración estridente. Decidí levantarme del banco, caminar muy despacio, dar gracias por todas las experiencias, por las emociones agridulces, por los sentimientos. Y después de perdonarme porque no me brindo demasiados momentos donde no halle ruido y tareas, después de cerrar los ojos, y pensar que está en mis manos aceptar las grietas de mi día a día…después de eso, escribo y repaso en mi mente unas pequeñas estrofas salteadas de la poeta paraguaya Lourdes Espínola: “Con placer invisible, imagino remotos territorios y en ellos me diluyo. […] Tengo la necesidad de un tiempo indefinidamente abierto y esperado”. Y una vez redescubierta por mí misma, hallada en lo que se va olvidando, entonces surge esa sonrisa profunda, casi oxidada, que se produce al darle una nueva oportunidad a la alegría. Con el compromiso personal, con el derecho indispensable, con el objetivo prioritario de imponerme como partícula cotidiana ese “levantarse como en la mañana primera, desperezar el caos, la tristeza, planchar el optimismo…” Levantarse una y otra vez, con y sin miedo, independientemente de la naturaleza de las caídas. Levantarse para dignificar la verdadera vida.

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