El jardín de Bomarzo

La trinchera

Cada uno hace la guerra por su cuenta y para desgracia de este turbulento presente falta sentido común y sobran bajas

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Para esta columna de cierre de curso que nos trae el final de julio y que abrirá un agosto de descanso para el lector amigo que me sigue, de haberlo, meditaba yo resumir el año, muy al uso en estos casos, anticipar previsiones para agosto, propicio a tenor de la que se avecina, insistir en contubernios sociopolíticos habituales, apropiado en función del origen de la idea, o relajarme públicamente ante el buen clima y el pensamiento de un algo fresco que atempere la garganta y el creciente sofoco general. Al no partir de moldes establecidos, me sacudo lo que me queda para dejar espacio a lo que vendrá a partir de septiembre y que, como decía Unamuno, no me asusta porque nunca será peor de lo que me imagino

El político. La presión ciudadana contra todo lo público alcanza unos niveles imprevistos en los programas de campaña y eso tiene desorientado a este ejército que camina, parece, como uno de hormigas que ha perdido la señal de antena. Por libre. Como termina pasando con todo aquello que poco antes se decía que nunca pasaría, lo normal es que el país sea intervenido ya mismo. Murphy en estado puro. No sé hasta qué punto el político cree el mensaje que traslada porque, sincera e internamente, no se lo aplica. Yo también hago política de cine subiendo impuestos y recortando sueldos a funcionarios, pero el crecimiento sigue estando donde estaba, que es muerto. Si tras todos los recortes la prima de riesgo sigue subiendo a Mariano solo le queda, imagino, prometerle a Merkel el fusilamiento de tres millones de españoles y, para su selección, siempre podrá pedirle al Ayuntamiento de Jerez que le preste el criterio que ha seguido para su ERE. Igual con la idea el PSOE pierde tres millones de votantes y el PP se garantiza la absoluta dos legislaturas más. O tres.

El ciudadano. Cuando mi charcutero escucha que el sueldo medio de uno de los 1.700 trabajadores de Canal Sur es de 45.000 euros anuales se rebana el dedo y pringa la panceta. Ay. Le duele todo, lo que más la cara de Antoñita, la pensionista del piso de arriba, que hoy pidió algo menos de un octavo de mortadela, tres rodajas, porque la cuarta se la comió un tal IVA. ¿Quién será este IVA que me deja el pan seco?, se pregunta la anciana que recuerda los tiempos del hambre cuando su madre cocinaba garbanzos y colgaba la enorme perola del techo con una cuerda. Cuando había hambre, mamá bajaba la perola, cuenta. ¿Postre? Más garbanzos. Así vamos a terminar, le dice al charcutero que piensa en los miles de kilos de mortadela que él tendría que cortar para ganar 45.000 euros y cae en la cuenta de que ciudadanos somos todos pero no todos somos iguales. ¿Deberíamos serlo? ¿Se puede ser rico y de izquierdas? ¿Ateo y de derechas? ¿Católico practicante y regentar una cadena de prostíbulos? Me pierdo, opina. Como todos estamos, Antoñita, él y el empleado medio de Canal Sur que, aún hoy cobrando, teme que su futuro no se parezca a su pasado.

El sindicato. Seduce la idea de una huelga general contra los sindicatos, a sus puertas y con grandes pancartas, para reclamar responsabilidad. ¿Los sindicatos nunca tienen culpa de nada? Qué chollo, ¿no? Bien mirado, el mundillo de la pancarta ha resultado de lo más rentable durante estos años en base a la financiación que han logrado vía Estado, formación o empresas y fruto de la cual 65.000 estén liberados para negociar convenios colectivos, muchos de ellos en empresas públicas, que hoy son desde todo punto de vista insostenibles. El sindicalismo se ha profesionalizado cual empresa que vive de lo que genera, pero de la reforma sindical no se habla. En este mundo de hoy el PSOE presenta un ERE para su organización y la idea cala, tras los recortes, en la mente de los grandes sindicatos del país, la cuestión es cómo ejecutarla evitando la incómoda foto de una manifestación a sus puertas.

El profesional. Quizás en el momento más álgido de esta crisis de calidad que sufre la comunicación, coincidente con esta crecida incesante de información maligna diaria, emerge la figura del periodista-funcionario y, en general, tontolaba experto en la confrontación, en meter la pata y al que la clase política ha permitido cobrar su sueldo aunque no trabaje. Porque mi sujeto modelo, y no único, no hace nada de nada, solo, pongamos como ejemplo, actualiza a diario un blog personal donde, para colmo, se pasa el día dando lecciones de moralidad al resto de los mortales que, a diferencia suya, sí trabajan para, entre otras cosas, pagar su sueldo y que viva bien. Pero él es muy profesional, tanto que acepta las colaboraciones remuneradas en otros medios para redondear sus números fin de mes aunque con ello reste posibilidades laborales a esos compañeros del sector desempleados a los que tanto y tan profesionalmente defiende. Porque es muy profesional, eso sí. En todo. Y por tanto hay que prestarle atención porque lo que dice tiene profundidad, traslada experiencia y lo que viene siendo cátedra en general. Si, además, trabajara un poco y no viviera del cuento por aquel examen aprobado, que todo parece justificarlo, abría que añadirle súper a lo de profesional. La leche. Eso sí, de sobrado e iracundo se tiende a deslizar extremidades por el barro y ni la estética de su irónica pluma le salva del bochorno. Aunque, quede claro, bochorno extremadamente profesional. Faltaría plus.

En tiempos de guerra todo hoyo es trinchera.  Dentro de la cual, políticos, sindicatos, ciudadanos e, incluso, comunicadores se entremezclan haciendo del estrecho espacio un campo de batalla cuando la lógica dicta que las balas vienen de fuera y que el enemigo es otro. Pero no. Cada uno hace la guerra por su cuenta y para desgracia de este turbulento presente falta sentido común y sobran bajas por fuego amigo. Los nuestros, como dicta ese código político interno no escrito, son a veces peores que los enemigos, ante lo cual si suena el silbido que anuncia balacera mejor tirarse al suelo porque, me temo, provenga de nuestro bando. O banda.

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