El ojo de la aguja

Monólogos del mar

Mar que agrandas las pupilas hasta el semicírculo de tu confín, que pone límites a las retinas y complacencias en la redondez que delimitas

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Ya, en el pensamiento sin verte, te pones grande por encima, hasta no sé donde. Y cuando estoy delante de ti, el ánimo se torna en una sucesiva hilada de repeticiones que si me apuras, se me antojan la misma, como si el discurrir del tiempo no hubiese pasado, es como una placentera sucesión del instante nunca acabado y se agranda y ancha en el espíritu con afanes de constancia y permanencia, hacia ese infinito sin números, imprevisto, sin normas pero en esa visión gigante que enmudece para atender la voz de tu lejanía y el don de tu silencio que, a hurtadillas, nos trae levemente como un juego repetitivo el rompeolas en la orilla. La mar está ahí, por debajo de los últimos pinos, al filo del vuelo de la gaviota, con el fondo de la estampa de los galeones sardineros que se dirigen a la  Boca de la Barra abajo. La mar, vieja, majestuosa, pero acogedora con sus tentáculos hacía afuera en sus intentos de ganar tierra por arena, como instinto lastimero ante tanta indiferencia con lágrimas de Neptuno, arcanos y sirenas de salitres y caracolas. Rompeolas de imposibles, mar abierto hacia el epicentro de su embeleso que se apropia de los sentidos dejándolos en blanco en algunos momentos, constante de siglos. Binomio de azul y cielos, enlazados en una visión que nos empequeñece. Alfombra gigante que a veces nos sobrecoge en sus ondulaciones sobrepasadas de una belleza sin parangón de manera tentativa con tantos símbolos  de manifestarte sin poder abrazarte en ese impulso natural y también intrínseco de enamoramientos cuando te hallas sosegada en un  reposo sin nombre, lejana de tus acometidas y de tus tentáculos cuando pierdes los estribos, y arrollas y arrasas pueblos y campos con todo lo que coges de por medio, en esos afanes profundos no entendidos por los humanos de tu natural grandeza como ejemplo incontenible de tu crecimiento.

Mar que agrandas las pupilas hasta el semicírculo de tu confín, que pone límites a las retinas y complacencias en la redondez que delimitas. Vientre ancestral de siglo de náufragos y carabelas de recónditos tesoros  por descubrir en todos los sentidos, haciendo cada vez más grande tu misterio. La mar sola, del poema eterno de Juan Ramón. La mar de la luna del  trueno, de la tormenta y del rayo de la púrpura de Vázquez Díaz en sus dibujos vespertinos. La mar toda, ahora con ojos femeninos, en su transmisión de ropajes, de empinados oleajes intentando llegar lo más arriba posible, en no sé qué búsqueda o ansias de libramientos. Oquedad hemisférica en la bóveda, y es mar todo, mar y mar, por los cuatro costados, completa con el rugir de sus bramidos. Mar, el mar, la mar, como se le quiera llamar, en su grandeza, devorador o satisfecho, siempre presto a dignificar las resinas del poeta, consolador y compañero, oyente. No muy en lontananza te vas con la bajamar, empequeñeciendo tu aproximación, te alejas en tu eterna ruta de corrientes tan temidas. Quedo en la orilla, hundido en la arena, como una estatua, mitad soplo, mitad piedra, observando tus contorsiones entre el bullicio de las gentes en este sofocante calor de “diluvio” de fuego.

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