El ojo de la aguja

El pino de la Isla Chica

Es el pino de la Isla Chica referente de muchas actitudes, por delante de lo que fuera el cine Apolo y el bar Isla Chica, con sus coches de caballo

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El alambique del tiempo, o tal vez los sortilegios de los hados, han querido respetarlo, y el pino grande, en una línea de perfección continua, superviviendo a los embates del progreso, se yergue paralelamente en ancestral contraste con los edificios colindantes que suprimieron a las viviendas de planta baja.

Es el pino de la Isla Chica referente de muchas actitudes, por delante de lo que fuera el cine Apolo y el bar Isla Chica, con sus coches de caballo. Era en épocas pretéritas la parte más lejana de la ciudad, metida entre huertos y terrenos agrícolas. Y al citar al bar Isla Chica, con sus azoteas de remozados y florecientes geranios colgantes, le daban al lugar unos tintes de belleza natural inigualable. Estaba el bar por aquel entonces regentado por Alberto Roig, un verdadero autodidacta de los pinceles -su hermano, el torero coetáneo de Miguel Báez Litri, ‘El Niño de la Isla’- que reparte su tiempo entre Huelva y EEUU, donde tiene un hijo que dirige un periódico. En el referido bar, durante los veranos nuestros mayores, sentados en torno a sus veladores, tomaban el fresco frente a una buena taza de café de contrabando de Portugal.  Vienen también a cuento de esta populosa barriada los solares de Luna,  un extremeño que recaló en Huelva y fundador de la primera escuela taurina onubense, que se hallaba justo por detrás del bar de la Isla Chica, muy cerca del llano del  ‘Rulo’, donde de pequeños practicábamos el fútbol con pelotas de trapo.

El pino de la Isla Chica, con su ropaje gris, cargado de lustros, permanece fiel a su sentido de supervivencia, reliquia insoslayable  de estampas de una Huelva que ya descansa en el pasado pero que permanece en la memoria de muchos onubenses.  Al romper el alba, los gorriones, con sus monótonos trinos confunden sus arrullos sobre sus ramajes, escuálidos y desnudos por los avatares del otoño, ávidos de un pronto grito primaveral.

El pino de la Isla Chica es receptor también de la presencia de palomas y jilgueros, que durante la época de celo hacen sus nidos y crían a su descendencia. Contrasta su presencia,  hierático, empinado, como antepuerta de la plazoleta, dibujando a la salida del sol de la mañana un capirucho de sombra sobre los húmedos asientos existentes, entre la parada del autobús urbano y la porfía de existires que mantiene con la iglesia de la Virgen del Rocío. El pino continúa ahí, aferrado a su aprendizaje de eternidad, sin el martirio de la poda, libre de sacrificios, con a ausencia del celo del hombre, pino solo y a secas, aproximándose cada vez más a lo azul.

La medida del tiempo ha transcurrido inexorablemente, y el pino, con su senectud a cuestas, aprehende momentos intrínsecos que nos hacen rememorar los años de la infancia que transcurrieron  también en nuestra populosa barriada. Una estampa de vivencias que sigue presente a pesar del paso de los años.

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