El Loco de la salina

La estación de autobuses

Hay gente para todos los gustos y la sarna con gusto sigue sin picar. La llaman estación de penitencia.

No sé por qué, pero el manicomio lleva una temporada muy pacífico y relajado. Cada loco está en su sitio adecuado y Dios en el de todos. Sin embargo ayer se coló mi vecino todo sudoroso y cabreado pegándose golpes secos en el coco. Lo vi venir y, antes de que llegaran los celadores, que no se andan con chiquitas, le pregunté qué le pasaba. ¡Qué me va a pasar! Que todas las desgracias me tienen que ocurrir a mí y en La Isla.

Después de haber buscado inútilmente la taquilla donde dicen los políticos que se iban a vender los flamantes billetes del tranvía, me encuentro con que tampoco nadie me aclara de una vez dónde está la estación de autobuses de esta bendita ciudad. Los paisanos me dicen que no saben o no contestan; si no saben, tienen el atrevimiento de contestar y, si contestan, no tienen ni idea de lo que se les pregunta; así que me han mandado de un lugar a otro y he dado más vueltas que los pollos en el asador buscando lo que no hay. Por lo visto en San Fernando no hay estación de autobuses. Así de claro. Increíble, pero cierto. Tiro la toalla.

Esta ciudad tiene cien mil habitantes mal contados y los políticos tienen la boca seca de prometer una estación de autobuses en condiciones desde los tiempos del cuplé. Es como la Casa Lazaga o como la playa de la Casería, o como tantas cosas que solamente salen a relucir los días previos a las elecciones. No es normal. Como hace mucho tiempo que no salía, yo creí que la dichosa estación ya llevaría un montón de años funcionando, pero de eso nada. Desde que me he dado la vuelta llevo pensando en esta injusticia.

Mira que aquí en La Isla somos amantes de las estaciones. Cuatro tiene el año y cada una de ellas se va pasando rápidamente sin que ninguna de las promesas se vaya cumpliendo. Y el tiempo corre veloz. Disponemos de dos pedazos de estaciones de trenes a cual más preparada. Una en Bahía Sur y la otra que dicen que es la del centro, sin que hasta la fecha sepamos por dónde cae el centro en esta Isla moribunda y descentrada. Pero al fin y al cabo es un lujo de estación.

Al mismo tiempo, los capillitas, especie en peligro de ampliación, se vuelven locos por apuntarse y recorrer una estación de penitencia, en la que puedan ir sufriendo una barbaridad pasito a paso hasta cumplir las doce que llevan al calvario. Hay gente para todos los gustos y la sarna con gusto sigue sin picar. La llaman estación de penitencia. Por si faltaba poco, en el manicomio, para tenernos relajados todo el tiempo, no paran de ponernos de música de fondo las cuatro estaciones de Vivaldi, porque al parecer los violines obran el milagro de mantenernos tranquilos y sosegados. La música del italiano nos lleva sin darnos cuenta desde el invierno más crudo hasta el verano más caluroso. Es de agradecer, porque la imaginación nos la deja muy centrada en el andén de la estación.

Total, que nos pasamos la vida de estación en estación y tiro porque me toca. Sin embargo no tenemos algo que es elemental en una ciudad tan grande: una simple estación de autobuses a donde los viajeros puedan acercarse sin recorrer la Isla entera buscando de dónde salen esos cacharros diabólicos que además de escasos no tienen parada y fonda.

Lo miré y lo tranquilicé. Le di dos palmaditas en el hombro y pensé para mí qué poco conoce este loco el patio. Aunque lo conozco y sé que como le suba otra vez el punto a la cabeza y vea que el tema sigue sin tener arreglo, cualquier día coge, le da el ataque y se lía a ladrillazos con todos los políticos que se crucen en el camino.  Seguro.

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