Preocupaciones inmediatas

Las vallas amarillas de las obras, el perro que se caga allí en medio y el dueño que le sopla un huevo.

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Ya me gustaría a mí ser una de esas personas que disfrutan de tiempo libre.  Y no es que me queje de ser un tío con trabajo y obligaciones, para nada. Me quejo de mí mismo, de lo torpe que soy con esto de manejar la vida. Que yo también tengo horas libres, lo único que no sé disfrutarlas. Sí, creo que esa es la palabra, aunque se repita dos veces en el mismo párrafo.

De vez en cuando me regalo un café en alguna terraza con la intención de relajarme y desconectar, pero los remordimientos por no estar aprovechando el tiempo afloran. Como si mirar la calle, y punto, fuese un tiempo improductivo. Por eso yo siempre llevo encima mi libreta de escritor. Una negra, con hojas ahuesadas y un pequeño marcapáginas con la silueta de Edgar Allan Poe (El que la lleva la entiende). Tener material para tomar apuntes siempre encima ofrece la posibilidad de saciar el ansia enfermiza que nos caracteriza a aquellos que vivimos con la eterna sensación de estar dejando el tiempo pasar de largo. Como si anotar algunas ideas o escribir cuatro frases justificara el tiempo que voy a pasar aquí sentado, sin más, observando la calle Real.

Pero dejando enfermedades obsesivas aparte y dando pie a esto de sentarse, con un café, mientras se goza del panorama que presenta la vida urbanita, traigo a colación algo que he leído en el artículo de esta semana de Don Arturo Pérez Reverte. En él decía que hay lugares y ciudades estimulantes, que crean un estado de ánimo favorable para narrar historias. Yo, sentado en la terraza de la cafetería la Buhardilla, miro hacia la calle Real y pienso que sí, que debe de haber lugares con encanto que inciten a la reflexión y al viaje interior, pero que desgraciadamente no es el caso.

Y os juro que hago todo lo posible por recrearme, por relajarme en la calle principal de esta ciudad mientras muevo la cucharilla para que se disuelva la sacarina (un hombre que se cuida), con la esperanza de que llegue alguna inspiración, alguna idea profunda, brillante que pueda sacarme del anonimato y me convierta en un superventas de las librerías. Pero joder, si uno lo piensa bien, el escritor que se sienta en la Rue Mouffetard (París), en la plaza de San Marcos (Venecia) o por decir alguna otra, en el Retiro (Madrid) juegan con ventaja.

Yo me veo aquí, subiendo la mirada de la taza y viendo las losas de la calle Real levantadas, visualizando en mi imaginación un tranvía que sabe la Tutú si algún día existirá. Incapaz de escribir tres líneas seguidas sin que el señor de todos los días me de las buenas tardes y me pida un cigarro, sabiendo que no fumo, (porque yo también soy el de todos los días) supinando con la palma de la mano para que le suelte algunas monedas. Las vallas amarillas de las obras, el perro que se caga allí en medio y el dueño que le sopla un huevo. El viejo que se suena los mocos y el niño que anda como un autómata mientras todos sus sentidos están atrapados en la pantalla de un móvil.

Así no hay manera de ganar un premio nacional de literatura. Digo yo.

Le doy un sorbo al café y me acuerdo de la camarera, preguntándome como pudo traerme la taza hasta la mesa sin usar unas tenazas de herrero. Entonces, en unas de estas idas y venidas de introspección, me digo que quizás no todo en nuestra ciudad sea tan malo ni tan triste. Que la calle Real también tiene su aquel. Que soy yo el desgraciado que, como la mayoría de las veces, no sabe disfrutar de las cosas.

Reconozco, que de alguna manera yo también me encuentro algo desorientado, trastornado esta semana. Es probable que la calle Real no sea tan gris, y que sea yo el que haya perdido la capacidad de apreciar sus colores. Que aunque intente hacer como el que no ha ocurrido nada, las noticias de estos días han agotado las pocas reservas de energía y optimismo que me quedaban en el bolsillo. Lo ocurrido en Francia no se puede esconder, por mucho que se quiera. Por más que uno intente tomarse el café de todos los días o seguir escribiendo sobre otro asunto, el subconsciente vuelve a lo mismo.

Los que me conocen saben que no suelo aprovechar la coyuntura para escribir sobre lo que la gente quiere leer. Odio el morbo, y nunca me he aprovechado de él (hasta el día que me paguen por ello, claro). El caso es que no soy de ese tipo de escritores oportunistas que publican entradas por Facebook a ritmo de tambor, pero en estos días no puedo evitar pensar en el  sufrimiento de tantas personas, en la fugacidad de la vida, en la complejidad de la sociedad humana.

Miles de personas mueren al día en el mundo, y muchas por culpa de otras. Pero no pasa nada. Qué más da. La gente sigue paseando por la calle Real, aguantando las bolsas de la compra, con sus carritos de bebé o con la mirada fija en la espalda baja de la que va delante.

Vuelvo a tomar otro trago de café y me apetece cerrar los ojos e imaginar que estallo en pedacitos. Que por un momento alguien hubiese decidido poner una bomba en la cafetería y mi vida, como la de todos los que me rodean, acabase en ese mismo instante.

Fuego, incertidumbre, destrucción, escombros, caos, llantos, muerte, sirenas de bomberos.
Pero al abrirlos me doy cuenta que sigo aquí, sentado en la silla, que ese tipo de cosas tan desagradables les ocurren a otros. Que eso no pasa aquí.

Y que el café se me enfría.

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