El jardín de Bomarzo

El contrato electoral

Según sentencias judiciales, las promesas electorales “no están sujetas ni al Derecho civil ni al Derecho administrativo”

“El hombre ha nacido libre, y, sin embargo, vive en todas partes entre cadenas”. JJ Rousseau.

Tal vez sea el aroma a cirio mojado al que uno, de paso sea dicho y aún seco, profesa el interés justo, poco, lo agotador que resulta el y tú más o, quizás, el asueto de estos santos días y la consiguiente calma, digerido el croissant de la semana pasada, o tal vez todo ello mezclado, el caso es que me he inspirado a husmear sobre esa idea a la que ahora muchos se abrazan en torno al contrato electoral, que es atrayente, lógica e, incluso, conveniente, pero temo que tan insustancial como la mayoría de lo que políticamente hoy se traslada al ciudadano. En política pocas cosas faltan por inventar y si hablamos del “contrato” nos deberíamos remontar a Sócrates, años 469-399 a.c., que mantuvo que la vida social del Estado se fundamentaba en un pacto tácito de la ciudadanía con el Estado, por el cual los ciudadanos decidían ser miembros de él y se sometían a sus leyes a cambio de gozar de las ventajas de protección que éstas les otorgaban..
Por su parte, Thomas Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII, hablaba de que los hombres celebran un “contrato social” por el que cada uno renuncia a su poder natural individual y lo transfiere a una instancia, Estado, que se encarga de vigilar que ningún ciudadano emplee su fuerza contra otro y, en caso de hacerlo, garantiza su represión. Según Hobbes, los individuos sólo podrían recuperar su derecho natural al empleo de la fuerza “en el caso de que el Estado desatendiera sus obligaciones, ya sea por debilidad o por incapacidad”.
John Locke, pensador inglés padre del liberalismo moderno, fue más allá al contemplar la posibilidad de resolución del “contrato social” siempre que el poder legislativo violase la ley fundamental de la sociedad, “ya sea por ambición, por miedo, por insensatez, por corrupción o por acumular excesivo poder”; es decir, cuando el Estado ostente un poder arbitrario e injusto sobre las vidas, las libertades y los bienes del pueblo. Al hacer esto, estará devolviendo al pueblo el poder que éste le dio, y el pueblo tendrá entonces el derecho a retomar su libertad original y establecer un nuevo cuerpo legislativo que le parezca apropiado y que le proporcione protección y seguridad.
Así, el “contrato social” encontró nueva versión en manos de Jean Jacques Rousseau, sirviendo de base a la Revolución francesa, según el cual los ciudadanos abandonan el estado natural y efectúan un pacto para crear la autoridad política a la que otorgan el poder y la fuerza para hacer posible la convivencia humana, en un nuevo orden social de derechos y libertades y bajo el principio de igualdad. De este modo, el nuevo sistema político es capaz de articular el consenso que emana de la voluntad general a través del poder legislativo, que no es representativo sino participativo, al quedar reservado al pueblo soberano. El contrato se resuelve por el incumplimiento de las leyes, implicando el cambio de gobernante, bien con su abdicación o bien porque el pueblo lo sustituya, si es preciso, con la toma del poder.
Por último, Immanuel Kant, considerado como uno de los pensadores más influyentes de la filosofía universal, se refiere al “contrato originario” por el que los hombres ceden parte de su libertad a cambio de unas leyes justas y deseadas por todos, que les permitan vivir en paz y no en estado de guerra; este contrato contiene el ideal de la legislación, del gobierno y de la justicia pública, que obliga al legislador a dictar leyes como si emanasen directamente de la voluntad del pueblo: “El ciudadano debe ser siempre considerado por el Estado como partícipe del poder legislativo, no como simple instrumento, sino como fin en sí mismo. Los ciudadanos no son medios para el gobernante, sino que ellos son los que detentan el poder, aunque se hagan representar”.
Más de tres siglos han transcurrido hasta que Amparo Rubiales saque de la chistera mágica o, directamente, de la nube ideológica de Griñán, la idea del “contrato” para que los partidos se comprometan ante sus votantes a cumplir con el programa electoral por el que han conseguido alcanzar gobierno. Y, conste, no es que critique a uno sobre otro porque de Zoido, cuyo discurso por previsible llama a bostezo, y de este PP andaluz mejor ni hablar.
La Ley de Consumidores y Usuarios, sigo, establece que el comerciante está obligado a cumplir con lo que oferta en su publicidad de tal modo que el consumidor tiene derecho, siempre, a los parabienes del producto. Si no es así, el comerciante está obligado a devolverle el precio pagado. Fácil y claro. Pero en ese “contrato electoral”, ¿cómo mediremos el cumplimiento de las promesas electorales cuando en la mayoría de los casos el incumplimiento encuentra justificaciones externas tipo prima de riesgo, que lo mismo vale para justificar una reforma laboral que para reducir el estado del bienestar o para subir los impuestos? Y si no, siempre habrá una Merckel a quien culpar. O una herencia recibida. ¿Y qué consecuencias tendría para el gobernante el incumplimiento de las cláusulas contractuales? Aquí no nos pueden devolver el voto. Solo quedaría, pues, la justicia.

8 de abril de 2005. Rebusco y hallo que la plataforma No a la Muralla del Ave por L'Horta presenta demanda contra el presidente del Gobierno por incumplimiento del programa en materia de transportes con el que el PSOE concurrió a las generales de 2004 y concerniente a la penetración de la línea AVE en la comarca de L'Horta, Valencia. El Supremo rechaza la demanda y dice: “En ningún caso puede considerarse que existe materia justiciable sobre la que pueda pronunciarse este Tribunal por cuanto que las promesas electorales y su cumplimiento forman parte esencial de la acción política, enmarcada en principios de libertad de hacer o no hacer que escapan al control jurisdiccional, de manera que, del acierto o desacierto en la llevanza y ejecución de las mismas, no cabe derivar responsabilidad civil concreta en términos jurídicos”. Y hay otros casos, como la demanda interpuesta en 2010 por incumplimiento del programa de las generales de 2008, en relación con la modificación de determinado precepto penal sobre el maltrato a animales, que fue desestimada por la Audiencia Provincial de Madrid por considerar que las promesas electorales “no están sujetas ni al Derecho civil ni al Derecho administrativo”.

Vía Crucis. Este, sin banda de música, ha sido mi particular camino de la cruz histórico de ese “contrato electoral” hasta su crucifixión en el Calvario político de hoy, que es insufrible. Si el incumplimiento del programa electoral del partido que gana las elecciones no está regulado en ley alguna es solo otro rollo más de papel mojado, y son ya demasiados, ante lo cual solo queda asumir el engaño como regla posible o moverse hacia esa rebelión pacífica a la que, entre otros, apunta Muñoz Molina en su Todo lo que era sólido y que a muchos, lo entiendo, no ha gustado nada -Seix Barral, 18 euros. Seco, demoledor, magníficamente escrito-. Mientras, para alimentar el sueño, me despido, bohemio, con la Revolución poética de León Felipe:

“Siempre habrá nieve altanera
que vista el monte de armiño
y agua humilde que trabaje
en la presa del molino.

     Y siempre habrá un sol también
     —un sol verdugo y amigo—
     que trueque en llanto la nieve
     y en nube el agua del río”.

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