Semana Santa

Cuando niño los mayores me reglaban y marcaban los ruidos del Viernes Santo, y ahora me los marca algo que debe ser recuerdo

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A mí se me antoja que no podrían acabar de otra forma estas fiestas de salida del invierno y entrada del buen tiempo: con una dedicación intensa en su parte de desfiles y toques militares y participación en un drama vivido de parte del inocente y condena de los impíos, cargadas las espaldas con las culpas consiguientes. No podrían terminar estos clarines sino en éxito de público, de los tales participantes activos en la aventura, como los apostados en los puntos del cortejo. Ni podrían por menos que aprovechar ese atractivo de los tambores, que ciertas tribus del Magreb tocaban en la lucha y amedrentaban a los combatientes. Así dice de estos bravos guerreros un poeta andalusí, que golpeaban el cuero y el español se impresionaba; en este ambiente de luz y sombra, claveles y cera, llagas y fe, todo dispuesto y sobrecargado y luego heredado en la historia trágica.

A mí me atraen mucho las caras del norte contemplando al sur en estos trajines y suele darme por pensar: Europa escapa para abajo cuando puede y luego vuelve al sitio. Nosotros subimos al ordenamiento ancestral y miramos atentos y aquí se esconde un juego de luces y de órbitas bien atractivo y duro. Las trompas de guerra al frente de la caballería, los tambores africanos retumbantes en el fragor del choque y el paso decidido de los peones con las picas tras los escudos, forman parte de nuestra memoria histórica que habría de aflorar. Traíamos también aquellas procesiones infantiles de los romanos y todo se aglutinó en este pueblo creador. Si más tiempo vivo, menos original me siento y, si más original, más ignorante. Si alguien pasa por original, no es transparente.

De todas formas, me gusta ahondar hasta el fondo de las tradiciones, para sentirme menos individuo y más humano o individuo gracias a la estirpe o quizás como el resultado del vino de las cepas; pasamos muchos soles y otras tantas lunas y al final es un zumo rico que prevalece y se hermana con todo lo pasado. Esta Semana es como un resumen. O como una forma sutil de hacernos cercanos a las fronteras de una divinidad que nos inspira. Pues sí, no cabe más cerca que junto a sus yagas y el látigo de los azotes y junto a su madre que llora en perlas usadas por el artista para que influyan en la mirada. Las procesiones son el no va más de las citas en cada callejón y en cada sombra con el paso cansino de los costaleros marcando su distancia. Es esto  como un teatro casi al vivo o como un drama caliente que se va rebotando.            

Toda la vida me ha pasado igual, no puedo remediarlo: cuando niño los mayores me reglaban y marcaban los ruidos del Viernes Santo, y ahora me los marca algo que debe ser recuerdo.  O si pienso, tradición. O no lo sé, pero me pone junto a los ojos que vienen de arriba a contemplar y lo respeto. Y deseo que el tambor se lleve al Señor a su destino. Que se cumpla si ya fue y esto es nostálgico. Algunos no lo creen y respetan; algún día nos sentaremos a deslindar todo y ese talante nos honra y nos aprieta. Esperaremos sonriendo a los hermanos sin dejar que nos enfrenten las palabras como ocurrió en su día. O nada, que dicen los demás. Jamete en el siglo XVI en Cuenca acabó en la Inquisición cuando dijo “yo en los santos no creo, que los hago yo”. Jamete, de Orleans como Juana de Arco, gran artista escultor del renacimiento español y un borracho violento que se cree mató a su primera mujer. Curioso personaje. 

En Cuenca la Semana Santa carga también con la tragedia; sus calles altas las fue robando a piqueta de las rocas y más que nombres debían lucir fechas. Alfonso VIII es su rey y Leonor de Aquitania su reina; su pesadilla el puente de piedra, que fue derruido en honor de Eiffel y en su lugar se hizo de hierro. La plaza de El Trabuco era por el cañón y San Pedro por el apóstol:  de allí baja el paso de este santo en su procesión hasta los llanos de Carretería.  Cornetas y ritmos marciales, pero un tinte serio en cada rincón y sobrio el estilo y el porte moderado; así es la tierra y no hay más y el juicio del Señor se acomoda y restringe. Es hermoso el paso sobre los puentes y en cada uno los álamos asomando a las heridas del Señor sus hojas. Más profundo el dolor y más preciso, más arracimados los hombres y tensa la expresión de las mujeres; mejor que no canten, que se diluye la melodía rebotando y las callejas toman luz de cada esquina. Es triste y rural Castilla y prepara un sudario por las hoces, ¿o soy yo que lo extiendo cada tarde? No es justo que divulgue lo andaluz, pero lo hago. Perderá en mis labios, pero no en el alma: allí se juntan y se alzan como incienso. Y debe llegar alto su aroma a pesar de mi recelo. Tengo ganas de vivir lo vivido, que siempre queda a medias y cortezoso. Nos vamos con más dudas que vinimos, pero sí con más esperanza; es duro esperar.  Pero muy oportuno.

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