El mundo

Una dosis sensata de esta virtud y un uso razonable de los bienes de la vida hacen la mayor felicidad que no embota ni despierta envidias o recelos

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“Cuando Dios creó el mundo vio que era bueno. ¿Qué diría ahora?” George Bernard Shaw dijo esta frase dentro ya del pesimismo en el que había sido atrapado. Acabó siendo conciencia de sus contemporáneos. En él y en su contrario el optimismo fluctúa cada persona, y por tanto en cada grupo social, se da uno u otro según el tanto por ciento de prevalencia. Hay grupos tan plenos de pesimismo, que llegan a ser trágicos, así como los optimistas resultan un regalo para los que los habitan. Quiero optimismo antes incluso que las riquezas, que no hay mayor gracia que el buen humor y el pensamiento positivo. Ver la botella medio llena es el mejor colega que se puede tener en esta vida y estar lejos del que se empeña en verla medio vacía es una suerte capaz de alegrar el trato a los comensales. No quiero pesimistas.

Tampoco quiero simplones que todo lo deformen con falacias, el que tenga ese sentido de lo exacto me entenderá: una alegría sensata podría llamarse. He conocido algunos que vivían en una nube y otros en noche eterna rodeados de tinieblas y sin esperanza. Una dosis sensata de esta virtud y un uso razonable de los bienes de la vida hacen la mayor felicidad que no embota ni despierta envidias o recelos. Áurea mediocritas, que decía el latino Horatio y lo ha dejado descrito en su oda de forma magistral. Un optimismo basado en la razón y tan probable como la vida misma repleta de sorpresas y deseos. Viniendo a la realidad, quiero luz y aire puro y aguas salpicadas de juncos donde las arañas tejan su hilo; en que la convivencia sea de agua en un remanso en donde las libélulas se posen en equilibrio sin sorpresas ni tapujos sino en pura quietud sobre el espejo. No quiero pesimismos, iterum dico.

Deseo compañeros que agradezcan la vida, que pasen gozando de su regalo, que crean en un Dios de misericordia, que estén plenos de amor y no de ambición, de deseo sencillo y no odres glotones de placer que en su exceso destruyan la virtud. Lo medido es humano y el desorden es vicio que provoca hastío. El uso natural lleva consigo la moderación y ésta la medida y en ambas se esconde el placer que hace acercarse a Dios: el abuso es destrucción y muerte, que llevan al desencanto. La historia de los pueblos guarda lecciones bien provechosas de ambas posturas, que hizo llamarla maestra de la vida por el docto Cicerón en las tertulias de Túsculo, donde se amasaba la amistad y la templanza en ‘los novísimos’: él desterrado y abandonado de su compañera se mostraba sereno y en dominio de su cuerpo y de su ánimo. Suerte de cristianismo que encontró lo romano hecho y con su acabado racional presto y maduro bien dispuesto para el uso. Roma es nuestra madre.

“¿Qué diría ahora?” En la evolución se da el hecho y nunca el supuesto; se hace el ridículo con la pregunta que el tal G. Bernard plantea desde la arrogancia y queda destacada la crudeza de la realidad humana. El mundo es bueno y se desarrolla en él la libertad del hombre y aparece todo revuelto y sin salida. No es posible diagnosticar la siguiente diapositiva ni muchos menos garantizar el orden. ¡Cuántas cosas sin garantías! Lo más cierto es la muerte. Y el paso del tiempo que todo lo aplana. Y el sol cada tarde en la punta del ciprés y un momento antes en el mármol blanco del ángel con trompeta. El cementerio de mi pueblo lo forma una muralla del medievo rellena de enterramientos; reventó y rodaban los despojos sobre las amapolas.  Se entra por un torreón que es la capilla del Cristo de la Muerte: los niños mirábamos la urna y las faldas de terciopelo rojo y las flores de trapo del cristal de la luna. Un hombre es una seca estructura colgada de experiencias que vive en un quizás y atrapa la esperanza. Todo puede precipitar en un momento y es sospechosa la rapidez del final y la niebla del fondo. Tenemos una idea muy vaga del interior y de lo que se acerca por delante; algunos especulan y sueñan y contemplan de puntillas el horizonte. La Nochevieja es propicia a estos devaneos y en ella se analiza el tiempo como un gran reloj que marca unos minutos muy gordos como para que no nos pasen desapercibidos.  Se recuerda a los que se han ido y aparentemente se han olvidado de todo; la esperanza es una gran virtud, ya digo, en donde se pueden traer todos los jarros de flores que se quieran y disponerlos a gusto. Es la filosofía de los estoicos, oída en el pórtico de la razón y de la buena voluntad. Otros prefieren exaltar el cuerpo con cánticos y en bailes que despierten el gozo y oculten las sombras pegadas en los colgantes. Cada cual es libre para el retozo en esta noche como expresión de su vida. Pero todos tendemos a liberar amarras y dejar flotar la conciencia en libertad. Sólo unos pocos se equivocan: si confunden esta euforia con sustancias o bebidas que obnubilen y nos lleven a una realidad traidora que se apodere del timón de nuestra vida y nos precipiten a un abismo sin retorno. ¡¡ Eso no!!

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