La piel

Cuando dos pieles comunican, se da el espectáculo más sublime que puede imaginarse

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La piel es el órgano más grande del cuerpo: en el hombre puede ocupar hasta 2 metros cuadrados de superficie con un peso total de 3 kilos. Es un receptáculo que alberga el cuerpo como una gran bolsa, pero no sólo eso: habitamos en ella como dice el film de Almodóvar, pero más vivimos con ella en una correspondencia más interesante que hace parecer y hasta es consustancial con nosotros y limita en cierta profundidad. Consustancial supone que pertenece a la misma naturaleza y la veremos empleada en los mismos fines. Forma un uno con nosotros como cualquier parte del cuerpo y desde ella nos pertenecemos y somos, y sobre todo nos protegemos de extraños y adquirimos una unidad singular.

La piel está siempre dispuesta a defender nuestra singularidad y manifestarse activa en evocar el yo que nos estructure. Cuando hago referencia a mí mismo, utilizo cualquier rincón de la piel para señalarme como un protagonismo de lo singular. Este estar regado por la superficie y ser recogido al tiempo para ostentar la individuación es el gran misterio del hombre y un atractivo bien especial. Yo, digo, y todo lo incluyo mientras señalo y estoy presente en cualquier pliegue de mí mismo; en el talón, por ejemplo, que es el trozo más grueso de toda la piel.  En el párpado por cierto estaría la de menos grosor; yo. Cuando me señalo y me ofrezco como ente completo y en verdad humano, incluyo mi piel como integrante de lo mío, de lo que supone mi mismidad; el saco que me contiene y me protege y me aísla, soy yo y me siento representado. No soy ni por asomo como la bolsa y su contenido; mucho más. Y ahí está la piel como una tal   protagonista cubriendo su puesto en su misión.   

Se ha dejado la piel en el intento, decimos y estamos hablando de un sacrificio bien definido y arduo, que no olvidamos con facilidad. Pero al tiempo la piel es la responsable de sensaciones respecto al exterior que nos llenan de información y de placeres de dioses. Frío, humedad, calor, la brisa en la frente en los atardeceres del estío o los dedos en sensaciones estimulantes y discretas. Por ellas veo que te interesas o sientes desdén, que me buscas o rehúyes el contacto, hablando directamente al corazón. ¡Cómo me atraen en buena confianza o me apartan en discreta desarmonía las yemas de tus manos! Todo es un misterio en ellas y un lenguaje cierto que llega muy adentro en quejas y suspiros. A veces nuestra piel es apenas un rubor y otras duele y hiere como aguja. Buen ingenio denota en quien surgió la idea de esta comunicación en sordina que llega directa al corazón del hombre. Cuando se transforma en lenguaje de enamorados, alcanza las cotas más altas y si zahiere, puede rota alcanzar la mayor tristeza. Mi piel soy yo sin duda.

Cuando dos pieles comunican, se da el espectáculo más sublime que puede imaginarse. Los usos y costumbres tienen regulada demasiado rígida esta efusión; no sé juzgar si este intento es acertado o funesto, pero en verdad nos distinguimos en el rubor del resto de animales. Sólo queda en la época de lactante y sin este contacto saldría malparado el desarrollo psíquico del pequeño; el rozamiento de la madre sigue siendo esencial para el equilibrio de ese niño que se mueve con torpeza. El contacto de las pieles puede ser riqueza inconmensurable o fuente de agresividad funesta y descontrolada en esta sociedad que se deforma poco a poco. No hay remedio y algunos con una teoría ilusa pretenden ir al principio de manera un tanto ingenua. Corregir a la naturaleza en su curso es arriesgado.

A mí sin embargo me impresionan los retazos que quedan de antiguo y cómo se acomoda a los usos de hoy. Tengo por acertados los intentos de seguir el curso de lo natural en cuanto se puede imitar en materia de educación, que los derroteros que toma el curso social se apartan no poco a veces de la conveniencia del niño.  La madre debe ser el modelo y guía en la nueva

versión de la vida. La madre educa y el maestro continúa la educación en la vertiente social en la escuela; no tiene fundamento y puede ser maligno pensar que el maestro enseña y educan los padres en una disociación maligna. El maestro educa y enseña: se ofrece como modelo de vida a diario ante el niño; mejor, educa enseñando, otra cosa sería funesta para la sociedad. El niño no madura si no madura de todo. Yo no quiero ser maestro sólo del pensar sino además del sentir y del convivir. Las creencias son otra cosa, a la voluntad de cada cual y en la familia. Cuando la escuela sea fuente de ideales, todo alcanzará altura y el aspirante habrá descubierto camino de respeto a la vista de los demás. Y es el único verdadero. Entonces empezaremos a tener en cuenta los pasos de cada cual. Y a respetar su piel.

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