Don Joaquín

Quisiera recordar tanto que me trabo. Quizá lo importante es que empecé a vivir con el ejemplo de un espíritu simple equidistante, con ese don de Dios de estar de vuelta de todo.

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Don Joaquín era un cura campechano, así lo resumo al final de mi cuarteto. Yo fui su monaguillo y recordaré su trato. Su gato negro que, al oír el llavín en la puerta, salía al encuentro con el lomo ondulado. Y su reloj de péndulo en el que se columpiaban dos niños; con ojos de ocho años contemplaba el juego mientras él sonreía detrás de mí. No sé si es el columpio o su sonrisa lo que retengo, me creo que la segunda. Yo le he escrito un sentido soneto contando todo esto y estoy orgulloso.

 

Pero sobre todo lo que tenía este cura era una aureola de sencillez, que ahora sé franciscana. Estudió con ellos en este pueblo y con un año de Teología en Cuenca tomó órdenes y por último fue presbítero. Toda la vida dijo la misa a las franciscanas de la Concepción y yo fui su monaguillo tres largos años de mi infancia. Su misa era todavía en el oscuro de la fría  amanecida del invierno y las monjas lucían una capa azul de esposas vírgenes.  Mi sotanilla también era azul y el blanquísimo roquete había recibido plancha en tablas bien medidas. Recuerdo todo.

 

Don Joaquín llevaba en su balandrán negro a brillo o en las botas multiuso la simpleza del Seráfico. El corte de pelo era del Aguador de Sevilla. Pero lo mejor que arrastraba era la amistad de los niños pobres. Hambruna de la posguerra paseada a la plaza del mercado cada lunes, él no se había jugado nada en la contienda; su amor a la pobreza era anterior a los fusilamientos y más fuerte que el odio. La Caridad ha quedado siempre por encima de las  conductas, es atemporal como el evangelio, ama a pesar del hombre. Este cura encarnó el cristianismo delante de mis ojos,  un ejemplo que no quiero olvidar. Ya lo tenemos puesto en la plaza pública por que se sepa, porque se recuerde, para ejemplo. Al menos uno entre nosotros cumplió con las enseñanzas de El Maestro.

 

La estatua es de mármol blanco, noble y humilde, y El Panzudo es su guardián. La Plaza del Pilar tiene estructura de mercado medieval, de ferias y trajinantes, de presencia popular. Allí, para que se sepa. Su aspecto de rocha lo acercaba y el pueblo se entregaba a él poniendo la otra mitad. Todo en caridad cristiana, ya digo, y en eso lo tenemos sobre el pedestal. Fue un hombre humilde. Y jovial, con la alegría simple que hacen adelanto del cielo algunos humanos. Adiós, don Joaquín, no cabía saludarlo sin sonrisa: era un predicador de alegría, cada cara se iluminaba ante él. Por  eso digo que no lo olvidaré nunca, recordaremos su siembra. Como El  Panzudo, que busca estremecerse con el recuerdo; él vino hasta mí para ayuda y ya lo tenemos puesto.

 

Quisiera recordar tanto que me trabo. Quizá lo importante es que empecé a vivir con el ejemplo de un espíritu simple equidistante, con ese don de Dios de estar de vuelta de todo. Siempre admiré que yo ni con veinte vidas   llegaría a la experiencia de San Juan de la Cruz. Lo pusimos y el acto fue sencillo pero intenso. No somos iconoclastas y don Joaquín está en medio de nosotros por méritos, por aclamación del verdadero pueblo, por respeto a la tradición. Y porque a él no le hubiera gustado verse subido. Hoy me  cuentan que no le faltan flores, que aflojan la prisa muchos al pasar, que otros improvisan biografía cuando alguien pregunta por la imagen. Yo me alegro de que todo esto suceda y sé que los mejores de Belmonte, todos, se alegran también. Era cura de pobres y de ricos.  Muchas gollerías de rico pasaban de sus manos a los pobres y éstos tienen buena memoria para las cosas de la dignidad. Panzudo se sienta muchas mañanas con él.

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