Desayunos

Fue inmediatamente calificado de negativista, de hombre gris que piensa que la gente es mala por naturaleza

Publicidad AiPublicidad Ai Publicidad Ai

Le voy a contar una intimidad con el ruego de que no la propague, dado que estoy seguro de ser la única persona en el mundo a la que le sucede lo que le voy a relatar. Cuando despierto en mi casa, es decir, generalmente, sólo desayuno un café con leche. Café bebido, que decía mi abuela. Rara vez como algo y, si lo hago, es una media tostada con aceite y tomate. Cuando duermo en un hotel, en cambio, tengo tendencia a hincarme para desayunar un revuelto de huevos con salchichas y chorizo asado, seguido de un plato de fiambre y queso que, a su vez, precede a tres o cuatro bollos untados en mantequilla y mermelada, si es que no vienen directamente rellenos de chocolate. Suelo terminar la faena con un atracón de fruta y yogur. Debo decir que todo ello lo riego con una cascada inagotable de zumo de naranja, siendo lo más curioso que no pruebo el café ni las tostadas. Le cuento esto como ejemplo de hasta qué punto puede uno transformarse en según qué circunstancias. Supongo que los hoteles, además, y pese a que soy yo el único ser humano de todo el planeta que alcanza tan extremos niveles de gula, tienen  previsto que los huéspedes presentan un apetito mayor en sus salones que en sus hogares de origen. Con este planteamiento, hemos leído este verano que una casa editorial iba a depositar gratuitamente mil quinientos libros en la Plaza de España de Sevilla para hacer realidad el sueño de su arquitecto-creador de convertir tan impresionante edificación en una biblioteca al aire libre, es decir, un lugar hermoso y calmado en el que poder disfrutar de la lectura. La idea de los editores era que los libros fueran leídos in situ, que no salieran del recinto y quedaran para uso colectivo. Comentando la noticia en la playa, uno de los tertulianos predijo que los libros habrían desaparecido todos en menos de dos días. Dicho sujeto, por lo demás hermano mío, fue inmediatamente calificado de negativista, de hombre gris que piensa que la gente es mala por naturaleza. El resto del grupo opinaba que los libros no se moverían de su sitio porque la gente es lo suficientemente civilizada como para tratar las cosas en la calle con el mismo mimo que en su propia casa. Por supuesto, la conversación degeneró en refranes tipo “siempre piensa el ladrón que todos son de su condición” y similares. Dos días después invité al mismo grupo a desayunar en mi hotel y la prensa nos obsequió con la ingrata noticia de que los libros, todos o casi todos, habían desaparecido de la Plaza de España. Mi hermano leía en silencio mientras se tomaba un café. Los otros se levantaron y fueron a la barra del bar a preguntar si quedaban más yogures.

Envía tu noticia a: participa@andaluciainformacion.es

TE RECOMENDAMOS

ÚNETE A NUESTRO BOLETÍN