Cartas a Nacho

Riñas

Eso sí que era el milagro de los panes y los peces. Repartir cinco lomos de caballa para la cena del sábado entre sus seis hermanos y los padres...

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Pilar, como todos los sábados a esa hora, el mediodía, iba resoplando no sólo por “la calor”. La mañana había sido fresquita, pero ahora el sol pegaba fuerte en su visita semanal a la tienda de ultramarinos de la calle Feria. Su padre, herrero municipal, había cobrado hoy el jornal y su madre le encargó, como siempre, que fuese a saldar las deudas de la semana pasada y volver a rellenar con cinco lomos de caballa en aceite a granel el plato de “duralex” que llevaba vacío. 

Eso sí que era el milagro de los panes y los peces. Repartir cinco lomos de caballa para la cena del sábado entre sus seis hermanos y los padres. Pilar sospechaba que el tradicional juego de ganar una peseta al que se acostara primero que planteaba el padre tenía mucho que ver con ese cuadre de las caballas y los miembros de la familia.

Pero Pilar no sólo resoplaba por “la calor” y las caballas. Unas horas antes, como cada mañana,  había quedado con Juan, su novio, en la puerta de la iglesia de Omnium Sanctorum. Era el lugar equidistante entre la casa de vecinos de la calle Feria, donde vivía Pilar, y la vivienda de Juan en San Julián. Allí planeaban la jornada, lo que iban a hacer. Hoy sábado tocaba baile en el hogar de San Juan de la Palma, lo habitual. Juan, sin embargo, había escuchado la noche anterior por Radio Sevilla algo de un tal Franco, los militares y los moros en el norte de África. Ella también se enteró por el aparato de radio que tenía su casera. El único que había en el corral de vecinos y que todos los habitantes del edificio escuchaban en el patio por la noche a “la fresquita”. Pilar, como el resto, no sabía si la propietaria de ese lujo era muy generosa al compartirla o era simplemente una demostración de poderío.

Lo cierto era que Pilar no había prestado atención a aquellas noticias, era cosas de viejos, políticos y militares. A ella sólo le importaba el baile del sábado. Pero Juan lo dejó claro en la disputa de la mañana. Hoy no habría baile. Él decidió por los dos. Pilar, en casa a refugio, y él iría a San Bernardo a unirse a los compañeros del sindicato para defender lo alcanzado.

Pilar no se fiaba. La vez anterior, hace unos años, cuando la “Sanjurjada”, Juan también fue a defenderla y acabó, después de estar perdido varios días, tirado en la puerta de una casa de putas en la Alameda. Aquello ella lo olvidó y perdonó y pasó página, pero ahora no lo iba a consentir. Por la calle Feria en ese mediodía asfixiante, Pilar también resoplaba porque no sabía cómo empezar la guerra con su novio.  n

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