Cartas a Nacho

Manos

Tres golpes que cierran la Semana Santa. Tres golpes secos con los que, así de repente, se termina todo...

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Comienza un tiempo, unos días, en nuestra ciudad donde no son los ojos los que ven. No es la mirada la que siente. Son las manos las que te hacen recordar. Las que te hacen vivir. Las que te hacen niño.

¡PAM! ¡PAM! ¡PAM! Tres son los golpes que hay que dar en la transición del Sábado Santo al Domingo de Resurrección en la puerta de la Iglesia de San Lorenzo. Lo cuenta la leyenda urbana. La nueva tradición. Tres golpes que te permiten pedirle a la Virgen volver el año que viene. Tres golpes que cierran la Semana Santa. Tres golpes secos con los que, así de repente, se termina todo. Contradicciones de las nuestras. Solos cuando se va la Soledad.

Las mías, mis manos, darán el golpe, pero es el corazón y el alma el que lo recibe. Se habla de la mirada, de los sonidos, de los sabores de la Semana Santa y poco del tacto, de las manos. Y ellas, las manos, lo dicen todo. Lo ven todo.

La Semana Santa es vivir tu yo. El más íntimo. Incluso a veces, uno mismo es multitud que se contradice y quiere, necesita estar, en otro sitio al mismo tiempo. La mía, mi Semana Santa, cabe en la caricia de mi madre viendo la Macarena por la calle Relator un amanecer del Viernes Santo. En la mano de mi tío Manolo cuando me presentaba a la Virgen del Rosario, ese dulce centro de la calle Feria en el Jueves Santo. En la caoba orante y chirriante del Cristo gótico del Lunes Santo. Mi Semana Santa cabe en el suave roce de la piel de mi marido cuando cada Miércoles Santo le visto de nazareno y luce, a modo de torero clásico y pinturero, los colores morados y negros de su yo eterno y excluyente. Cuando subo a hombros a mi ahijado, a Nacho, y siento su nerviosismo. Pobre peana mi cuerpo que intenta elevar al cielo mi futuro. Lo que dura esa aproximación al tacto, esa caricia, ese es el tiempo que dura mi Semana Santa.

Y ahora, es la mano curtida de esas experiencias, de esas vivencias, la que con fuerza aporrea la puerta de San Lorenzo cada Sábado Santo. Es inevitable que se haga con desesperanza, con agobio. Aferrándote a los remaches de la puerta. ¿Sólo tres golpes? ¡Habría que dar miles! 

Es entonces, en ese momento de la noche del Sábado Santo, cuando este niño retorna a su hombría, a ese disfraz que le permita sobrevivir. Esa cruz por la que deambular por el nuevo año. 

Y es entonces, en ese momento de la noche del Sábado Santo, cuando los seres queridos, esos que en su día se fueron, esos que tú has visto y que te han acompañado durante toda la semana, cuando vuelven a convertirse en sombras. 

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