Cartas a Nacho

Fraude

Todos hemos escuchado y vivido estas fábulas que a modo de disculpa nos han contado los niños...

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Entre los niños, la mentira, la exageración es algo así como una aventura permitida. Una licencia que aceptan. También los adultos aceptamos que los niños nos mientan. Una imaginación prodigiosa, definimos ese embuste inocente y tierno.

Los profesores son testigos de miles de aventuras que a sus tiernos pupilos les han sucedido y que por tal motivo no han podido hacer las tareas de clase. Difícilmente llega la vuelta del dinero del recado ordenado por la madre y que sirvió para pagar un festín de chucherías. Un extraño suceso digno de estudio por especialistas en parasicología es el causante de la rotura del amadísimo jarrón que la abuela dejó en herencia; por supuesto, nunca el balón que se usó en el emocionante partido de fútbol celebrado en el “gran estadio del salón”. Todos hemos escuchado y vivido estas fábulas que a modo de disculpa nos han contado los niños. De gran imaginación,  nos hemos respondido los mayores. Una regañina y una sonrisa al volver la cara como respuesta.

Los adultos también soportamos un cierto porcentaje de mentira en nuestra vida cotidiana. Venderse bien, lo llamamos eufemísticamente. Todos conocemos a algún compañero “fantasmón”  que, generalmente, cae bien a todo el mundo precisamente por eso. En esto del embuste entre los adultos y su grado de tolerancia no menciono el que se aplica en el mundo de la política. En ese ámbito nuestra paciencia no tiene límites.

La mentira es algo que, más o menos, perdonamos entre adultos; también lo hacemos cuando viene de un niño. Hay un margen a la imaginación y le concedemos la oportuna licencia.

Sin embargo, ¿qué pasa cuando un niño descubre una mentira en un adulto? Por ejemplo, en un padre, en una madre, en alguien de su confianza. Somos patrones a seguir, dicen los educadores. Somos sus ídolos.
La mentira de un adulto descubierta por un niño debe ser una traición que seguramente perdonará en un futuro, pero al mismo tiempo un duro aprendizaje que, a fuerza de la desilusión, le hará cambiar la percepción de los mayores.

No tengo hijos, sólo sobrinos, pero me hice la firme promesa de no mentirles nunca. Hablo de mentiras que pueden destruir una familia. Escribo de mentiras que pueden arruinar la imagen que de mí tenga el niño.

Ellos ya saben que no soy un héroe. Tan sólo un pobre diablo que intenta sobrevivir en una jungla impuesta. Ya lo saben. No me hizo falta mentirles. No quiero que me sigan, sólo quiero mostrarles el amplio ventanal que es la vida. Lo hago por ellos; también lo hago por mí.

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