Cartas a Nacho

Elena

Elena, bueno aún no era Elena, vivía con su madre y su abuela en aquel corral de esa Sevilla ya definitivamente perdida...

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En el Corral del Chorizo, en la plaza del Pumarejo de los años sesenta, había una vecina que compró un azulejo de un santo en “El Jueves”. La placa la colocaron en la entrada del patio y todos los vecinos siempre le mostraron una gran devoción al santo. Claro que nunca se enteraron quién era el santo.

Elena, bueno aún no era Elena, vivía con su madre y su abuela en aquel corral de esa Sevilla ya definitivamente perdida. Su madre se callaba si alguien se metía y ofendía a Elena, que aún no se llamaba Elena; su abuela, por el contrario, salía en su defensa y le recordaba al ofensor su descendencia que, por otro lado, era un poco difusa. De la inclusa, vamos.

Los habitantes del Corral del Chorizo debieron ser peculiares. Una amalgama de vecinos en la que destacaba una señora con abanico perenne, medalla de oro de la “Macarena” que más grande no la había, moño tamaño Torre Pelli y verruga en la comisura de los labios de la que sobresalían tres largos pelos. “De ellos, las ladillas podían hacer  puenting” según recuerda la muy descriptiva Elena, que todavía no era Elena.

De ese ambiente salió Elena rumbo a Barcelona. Corrían los años setenta y en aquella mítica urbe, Elena, que ya era Elena, se dedicó a lo que sólo podía dedicarse. A la calle o al cabaret. Miles de palizas después comprendió junto con una amiga que aquel no era su país y decidieron marchar, huir, a Alemania.

La Germania era el paraíso y para llegar a él tenía que pasar por el purgatorio. Francia se llamaba la frontera y su paso por ella lo hicieron con un trámite más o menos decente.

Dos años de trabajo en Alemania en un cabaret de postín y otros tantos en Suiza. Allí se “relacionó” con lo más selecto de la población rural. “Sólo me faltó el abuelo de Heidi”, comenta Elena.

La operación para que Elena fuera definitivamente Elena, se la hizo en Casablanca. Sí, en Marruecos. Y Elena fue toda una mujer.

Elena es el símbolo, el nombre, de unas personas que lucharon por una sociedad más justa. Más real. Su vida le ha hecho conocer mil formas de ver la realidad y habla perfectamente el francés, el alemán y el italiano. Cuando recuerda las diferentes vidas que ha tenido, lo hace hablando en esos idiomas.

Reclamamos derechos pero nos olvidamos de las obligaciones. La nuestra, la de todos, es en primer lugar reconocer a aquellas personas que lo dieron todo por normalizar situaciones que eran realidad. Y lo hicieron en una sociedad que, espero, hayamos dejado atrás. Elena, mientras, toma el sol y se da baños en un parque acuático.

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