Campillejos

Recuerdos

El inicio de la rutina, la vuelta al cole… todo esto y más, amén del palpable cambio de temperaturas, me han traído a la memoria recuerdos de la infancia...

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El inicio de la rutina, la vuelta al cole… todo esto y más, amén del  palpable cambio de temperaturas, me han traído a la memoria recuerdos de la infancia, en los que estas fechas venían acompañadas de una cierta tristeza, producto de un sentimiento de añoranza difícil de describir.


Hasta los 14 años mi vida se desarrolló en Barcelona. Mis padres, emigrantes giennenses, se establecieron en la ciudad condal cuando yo apenas tenía 14 meses de vida.
De esta guisa mis primeros recuerdos son de aquella ciudad, en la que fui al actual colegio “Francesc Macià”, al instituto en la “Escola del Treball”, frecuentaba el “Ateneo de Montserrat” o jugaba en las calles y plazas del barrio de Hostafrancs.


La llegada del  verano llevaba aparejada la venida a Jaén. Recuerdo un tren larguísimo, cuya máquina cambiaba la dirección de los vagones en Valencia, de forma que primero parecía que íbamos hacia adelante y luego hacia atrás. Aquellos trenes, verdosos, se paraban a veces en mitad de la nada y pasaban horas hasta que volvían a arrancar. Lo más normal era llegar siempre con horas de retraso al punto de destino. Al menos ese es mi recuerdo.


Ya en Linares-Baeza comenzaban las emociones. Mi tío, funcionario de correos, se montaba en nuestro tren, que él utilizaba habitualmente para su desplazamiento del trabajo a casa. Poco después, cuando el ferrocarril  se aproximaba, por fin, a Jaén, la visión del monte de Santa Catalina, de su Castillo, la blanca ciudad derramada sobre la ladera… provocaba una alegría indescriptible que nos embargaba ante la proximidad de aquel lugar que era nuestro, que era parte de nosotros mismos.
En la estación de ferrocarril estaban mis abuelos, felices…  y el tiempo se detenía. El mundo se paraba en Jaén.  Juegos en las calles y plaza de Peñaméfecit, un rosario de visitas y almuerzos por domicilios de una familia que se me antojaba enorme, un calor que no nos impedía disfrutar y aquellas noches dónde las aceras se inundaban de sillas y personas que, a las puertas de sus casas, nos hacían disfrutar de anécdotas increíbles y de cosas que en Barcelona no existían. Y aquel color del Barrio de la Guita, de las calles de la Puerta de Martos, ese blanco radiante, que bañaba mi vista de una belleza y luz que no conocía en el norte.


El regreso a la normalidad era muy triste. El llanto comenzaba en la estación de ferrocarril. El viaje, incluido retraso y avería en el tren, era triste, no era como la venida. Y los días posteriores una añoranza inexplicable nos acompañaba.


Barcelona siempre fue maravillosa pero, tras las vacaciones, con la llegada del colegio, el cambio de temperatura…  aquel Jaén blanco lleno de familiares y amigos quedaba tan lejos…

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