Joe Louis, los puños de la democracia

Los Estados Unidos no tuvieron reparo en ponerse en las manos -en los puños- de un negro - el boxeador Joe Louis- para salvaguardar el orgullo nacional.

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En su libro de recuerdos Memorias de un reportero, Walter Cronkite, conductor durante veinte años del “Evening News”, el informativo de televisión más prestigioso e influyente de EEUU, cuenta cómo en una conversación a finales de los años 60 con Tom Dewey, antiguo gobernador de Nueva York y rival de F.D. Roosevelt en las elecciones presidenciales de 1944, a la pregunta de éste sobre qué pensaba el periodista sobre el candidato a la presidencia Richard Nixon, Cronkite le contestó: “creo que a la gente no le gusta demasiado su aspecto, porque le recuerda a tres de los archienemigos de nuestro tiempo: al nazi Rudolf Hess, al cazador de brujas de Wisconsin Joe MacCarthy y a Max Schmeling...” Cuando se produjo esta conversación, habían pasado ya más de treinta años de los enfrentamientos Joe Louis-Max Schmeling, pero en la memoria colectiva americana, aquel "perro nazi" seguía siendo un enemigo nacional. Tanto lo fue en su día, que los EEUU no tuvieron reparo en ponerse en las manos -en los puños- de un negro para salvaguardar el orgullo nacional.
“Joe, necesitamos músculos como los suyos para derrotar a Alemania. Recuerde que cuando una causa es justa un americano nunca pierde”. Así rezaba el telegrama que el presidente de los Estados Unidos le envió al boxeador negro Joe Louis poco antes de su combate por el título del mundo de los pesos pesados contra el “perro nazi” Max Schmeling. La pelea se disputó en el Yankee Stadium, ante 70.000 personas, el 22 de junio de 1938. Resulta curioso que Roosevelt, que meses antes se había negado a recibir en la Casa Blanca a Jesse Owens después de su hazaña en los JJOO de Berlín, fiara ahora la salvaguarda de la democracia a los puños de este negro de Alabama.
Max Schmeling y Joe Louis ya se habían enfrentado dos años antes, con victoria del alemán por KO en el 12º asalto. Maximilian Adolph Siegfried Schmeling –Max Schmeling- había nacido en 1905 en la Pomerania occidental. Nueve años más tarde lo hacía Jose Louis, en una cabaña de algodoneros de Alabama. Los dos nacieron con el estigma del campeón dibujado en la frente, la pobreza y el hambre, que fabricaron más campeones de boxeo que todos los gimnasios juntos.
Tras su victoria sobre Joe Louis en 1936, el régimen nazi utilizó a Schmeling como prueba de la superioridad de la raza aria. A él, que nunca fue nazi –jamás se afilió al partido- y que tenía un representante judío del que nunca prescindió. América utilizó a Louis de manera similar. En una época en la que los negros no podían entrar en los bares y restaurantes de los blancos, ni viajar en la parte delantera de los autobuses, ni vivir en los mismos barrios que los blancos, negro fue el campeón elegido para rescatar el honor de América.
En la revancha Louis desbarató a Schmeling. El alemán solo le duró un asalto, y aquel hombre extremadamente amable fuera del cuadrilátero, como comprobamos en el retrato que años después haría de él Guy Talese en “Joe Louis, el rey en su madurez”, confesó que fue la única vez en su vida en que golpeó a alguien con odio. La propaganda hizo bien su trabajo. Tras su victoria, centenares de miles de personas lo celebraron en las calles, en las plazas, en los bares y en los restaurantes de Nueva York. En esos mismos bares y restaurantes en la mayoría de los cuales Joe Louis no podía entrar porque era negro.
En los años posteriores ambos libraron sus propias guerras, como paracaidista del ejército alemán Schmeling, que se partió los dos tobillos en la batalla de Creta; contra la hacienda americana, Louis. Pese a todo, a Max Schemeling lo trató amablemente la vida. Salió bien parado de la guerra, se casó con una actriz famosa, tuvo suerte en los negocios y una larga, una larguísima vida. Murió en 2005, con casi cien años de edad en medio del reconocimiento y el cariño de sus paisanos.
Joe Louis se retiró en 1948… pero las deudas con el fisco lo obligaron a volver a pelear. Solo le duró ocho asaltos al gran Rocky Marciano. Tras la pelea Marciano lloró, porque acababa de destrozar a un mito. Joseph Louis Barrows, doce años campeón del mundo, más que ningún otro boxeador jamás, murió tan negro y pobre como naciera sesenta y seis años antes, en 1981. Ironías del destino, sus funerales los pagaron los dos únicos hombres blancos que habían conseguido noquearlo: Max Smelling y Rocky Marciano. El Bombardero de Detroit fue enterrado como una celebridad en el cementerio de Arlington, gloria y metáfora de un país que se siente más cómodo con sus héroes muertos que con los vivos.

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