Gente de bien

Hace años que me propuse no volver a las necrológicas. No se me ocurrió otro modo de enfrentar la cultura funeraria que nos tiraniza en cuanto tomamos conciencia de lo inevitable de la muerte. Me resistía a convertir esta columna en una suma de duelos y obituarios, pues cuando alguien nos deja, lo

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Hace años que me propuse no volver a las necrológicas. No se me ocurrió otro modo de enfrentar la cultura funeraria que nos tiraniza en cuanto tomamos conciencia de lo inevitable de la muerte.  Me resistía a convertir esta columna en una suma de duelos y obituarios, pues cuando alguien nos deja, lo mejor y más educado es guardar silencio y mantenerse firme en los recuerdos.

Sin embargo, el azar, en ocasiones, nos supera, y uno calla una vez, y dos, pero a la tercera no queda otra que desdecirse. Uno querría no tener que escribir sobre personas a las que ya hicimos eternas en una mirada o en aquella anécdota que todavía nos hace reír, o en el debe de un favor que no tuvimos tiempo de agradecer… Resulta muy difícil callar cuando el corazón te exige un comentario, un algo, qué sé yo, un guiño que recuerde a aquellas personas que tuvimos la suerte de tratar y que ya no están.

En cuestión de nada, un soplo, nos dejaron –cobarde eufemismo para no llamar a la muerte por su nombre– varios amigos que, cada uno a su manera, supieron llenar espacios y hacer ciudad.

Manolo Cañestro, Ortega de la Cruz y Vicente Becerra se nos han ido en un ay: cuestión de nada, ya digo. Y jode, y amilana, y duele saber que ya se hicieron memoria. No es palabrería hueca ni adulación postrera, aunque cada cual es muy libre de interpretar mis palabras como guste o plazca. Hablo de los tres porque a los tres traté y de los tres aprendí cada vez que la ocasión lo permitió.

El amor y la lealtad al Ideal de Infante hacían de Manolo un andalucista cabal que más de una vez me puso contra la pared con sus utopías sobre una Andalucía mejor y menos apática. Mi gratitud no tiene límite cuando recuerdo la labor inmensa que desempeñaba en el Centro Andaluz, donde hacía de todo, se ocupaba de todo y estaba al tanto de todos: sin alharacas ni protagonismos: soldado de a pie al que yo obedecía mansamente.

De José María Ortega de la Cruz diré que aunque no intimé tanto con él como con Manolo, las pocas veces que lo traté siempre tuve la seguridad de estar al lado de alguien de talla: un hombre de Cultura que veía correr la vida plácidamente, como si el todo y la nada solo fueran escenas del teatro de Buero, de Benavente o de Lorca. Además, juro que la elegancia con que lucía su capa le daba un toque castizo, serio, tan sólido que pensabas en un personaje valleinclanesco buscando inspiración en las calles de Ronda. Hablaba bien, escribía muy bien y, sobre todo, sabía escuchar.

El último en irse ha sido Vicente. Qué decir que no sea plagiar al Hernández de Sijé. Tan a destiempo, tan temprano… En su caso, la muerte ni respeto tuvo a los muchos años que le restaban por vivir. Sindicalista tenaz, andalucista de ley, afable y conversador ameno, todo es cierto, pero yo me quedo con la dignidad que puso en el desempeñó del cargo –carga más bien– de concejal de Fiestas. Ojalá y cundiera el ejemplo y todos los concejales aprendiesen que al ayuntamiento se llega para servir y no para servirse. Más que enfermo, Vicente cumplía sus responsabilidades con una exigencia autoimpuesta que a mí me devolvía la seguridad de que no todos los políticos son iguales. Con las botas puestas y al pie del cañón. Me cuentan que esperó la llegada de la muerte con una sonrisa amable, y que, al modo franciscano, casi la llama hermana. Lo creo.

Nos han educado para hacer santos a los muertos. Manolo, José María y Vicente, los tres y cada uno a su modo fueron solo personas de bien, de ahí que hiciera tanto tiempo que la calle no coincidiera en reconocer los méritos de tres hombres que ya forman parte de los decorados de una ópera llamada Ronda. Lo demás no importa.

Y sí. Tanto la alcaldesa como su primera teniente supieron verlo, bien con sus palabras emocionadas, bien con sus acertados recordatorios por escrito, o sencillamente con las lágrimas que tan espontáneas les manaban. A algunos les ha parecido excesivo el reconocimiento póstumo. A mí me pareció poco. Descansen pues.

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