Os quiero

Hace unos días me preguntaron por las razones que motivan mis cabreos semanales. Ni que decir tiene que las respuestas que di ni me convencían ni acabaron de convencer a quien me preguntó (...)

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Hace unos días me preguntaron por las razones que motivan mis cabreos semanales. Ni que decir tiene que las respuestas que di ni me convencían ni acabaron de convencer a quien me preguntó. Y es que sólo se me ocurre una razón de peso para meterme en estos tinglados pueblerinos —ruines y mediocres— que siempre llegan enharinados de odios; sin embargo, esa única razón me compensa de estar entre los tres o cuatro más leídos por el equipo de gobierno, lo cual tiene su conque y su cosa.

Porque aquí no tratamos del deshielo de la Antártida: aquí hablamos de personas con las que nos cruzamos a diario: seres humanos que, con su carga de ternuras y miserias, ocupan casualmente y de modo eventual el sillón y la vara de mando, por más que algunos de ellos se crean eternos y merecedores de tarjeta negra tipo Rato.

Baste decir, pues, que uno se plantea los artículos como un ejercicio de ciudadanía, siempre desde el respeto, pero con todo el ánimo fustigador: libertad de opinión, libertad de expresión, libertad de imprenta. En fin, nada que no dijeran los colegas de Voltaire y demás compaña hace dos siglos y pico, con éxito relativo, recuerda, que aquí lo de las libertades siempre lo entendemos igual: arreglamos los carriles del poderoso y abandonamos los que son de todos hasta que la lluvia los arruina. Lo mismo si de una concesión hostelera o turística se trata, o de la diligencia con que se tramitan unas licencias mientras otras enmohecen al fondo del cajón.

Pese a todo, los quiero. Sirva un recuerdo muy personal para ilustrar al lector sobre lo que trato de decir. Finales de los setenta. Al pueblo de mis abuelos llegaba cada verano un grupo de niñas de bachillerato, procedentes de un internado religioso de Salamanca, con la santa intención de hacernos recuperar las asignaturas suspensas: ellas ganaban Cielo y Gloria y nosotros tratábamos de asimilar las ecuaciones y el “pasé composé” al ritmo de unas explicaciones que nos llegaban en castellano perfecto.

Un julio de aquellos, mi amigo Ezequiel de las Heras se enamoró de una chiquilla pelirroja y en verdad linda, que tocaba la guitarra y cantaba por Violeta Parra y Víctor Jara: mundo de letras y estribillos que anunciaban el sepelio del fascismo hispano. Entonces, hay que decirlo, estaba bien visto pregonar revoluciones a la orilla del río y en las plazas del pueblo, y hasta los curas permitían que el personal cantase padrenuestros rojos en el momento de la consagración. Entonces había cruce de ideas y el debate no se tildaba de circo.

Bien, pues ya tenemos a Ezequiel de la mano de Maite, tan así que aquello parecía que iba a durar más de lo que solían durar los amores estivales. De modo que no hace falta que te diga lo mucho que me sorprendí el día que me dijo: “Se acabó”. Pregunte por las razones y Ezequiel me miró a los ojos con la desnudez que sólo tienen las miradas de los que se conocen desde chicos: “Ángel, Maite me gusta mucho, pero no soporto cómo toca la guitarra. Y luego están sus poemas”.

Me parecieron razones de peso: nada tenía en contra de aquella chiquilla de melena a lo Irlanda, nada podía decir que cuestionase su persona, como tampoco podía minimizar los muchos méritos que concurrían en ella. Sin embargo, no soportaba la música de su guitarra. Y eso, se mire como se mire, es todo un argumento.

Pues a mí me sucede lo mismo con los políticos del equipo de gobierno: nada tengo contra sus personas (al fin y al cabo, pertenecemos a la misma especie animal y sujetos estamos a los mismos condicionantes que el ADN impone), tampoco entré nunca en cómo se peinan o si llevan más o menos limpios los zapatos. Sin embargo, no me gusta la música que hacen cuando benefician al grande en perjuicio del humilde o miran por el pariente. O parienta. Y se lo digo. Les digo que en estos tres años de PP y PA, Ronda es pura desigualdad: algunas concejalías dan miedo, otras risa… El casco histórico se desmorona. Y un lobby de expertos en subvenciones toman decisiones sin pasar por las urnas. Os quiero.

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