Buscamos en aquellos rincones cercanos y otros menos, intentando desgranar lo que venimos a decir.
Así conocemos, por experimentado, el calor que produce la compañía de quienes perciben la realidad de forma similar y bajo un mismo ideario forman colectivo.
Interpretamos de igual manera aquellas líneas de comportamiento que alcanza la soledad mientras la vida pasa al lado como una película, sin sentir el protagonismo de un papel más o menos relevante que te incluya en el guion de lo que está pasando.
Deshacemos las maletas al ver que no es nuestro viaje, que hay fallos de sistema, que la teoría no comporta un compromiso con la verdad declarada y por tanto convenimos que ese tren no es el nuestro.
Mientras, los grupos siguen funcionando. Las teorías solo son eso. Y, ante la soledad, aquellas colectividades nacidas para sentirse acompañadas, hacen y deshacen ajustándose al curso de los acontecimientos en un sinfín de truculentas maniobras, libres de ideario y sin atender la eficacia de lo concebido inicialmente por las que apostaron ellos y los demás.
Lo vemos día a día. No hace falta ser perito en inteligencia, master en psicología ni miembro del CESID. Sólo hace falta observar.
Lo curioso del sistema de ciertas organizaciones es que, al igual que en las maras, el sentimiento de grupo prevalece. No importa lo justo o injusto de la acción, ni los medios seguidos para el fin. El orden de prioridades establecido de forma expresa o tácita está claro. Es la pervivencia o supervivencia lo que prima. Es la organización lo que hay que salvar, sean las siglas que sean aquellas que la sustentan.
Se podría establecer un paralelismo con las organizaciones de carácter marcadamente social que vienen a llamarse partidos políticos. Sobre todo en aquellos que tienen más rodaje en lides de táctica y estrategia, medios e imagen.
Estos, se alían, convenian, acuerdan fórmulas cuyo contenido no es otro sino el de seguir siendo un ´grupo´ lo más compacto posible, sin fisuras, no vaya a ser que el castillo de naipes, si falta o falla una o varias piedras, amenace con derrumbe.
Conviniendo generosamente que existen grupos de diferente naturaleza, convenimos igualmente que la perversión prevalece en los perversos. Aquellos cuyos principios e intereses, más allá de la colectividad o premisas declaradas, es su defensa el propósito.
En este sentido y en aquellas organizaciones políticas a las que nos referimos, existe una expresión, cuyo uso, por desgracia, se viene utilizando sobremanera en estos días: tirar de la manta.
Tirar de la manta supone, en términos coloquiales, descubrir y denunciar acciones malévolas, ilegales, faltas de ética o vituperables con ocultación en relación a la moral ajena, en perjuicio de la generalidad y frente al beneficio interesado de la particularidad que lo practica.
Quienes perteneciendo a grupos arropados por mantas de lo imprecisamente delictivo, amoral o impropio en ideología o práctica, conscientes de ello, siempre suelen situarse en las esquinas por si fuera necesario tirar.
Pero para ello se ha de almacenar información. Disponer de los resortes necesarios para lanzarlos sobre el contrario, aunque también se descubran trapos propios.
En estos casos, es cuando el grupo puede resultar más compacto o frágil. Depende de lo corrupto que se encuentre. Depende de que no existan fisuras sobre el fin último: Permanecer unidos pese a todo.
Normalmente suele ser beneficios directos, prebendas o seguir ostentando el poder.
¿De cuantas mantas hay que tirar?
Tirar de la manta supone, de por sí, una señal poco halagüeña para quien lo practica, ya que conlleva ser consciente de irregularidades en momentos concretos y no denunciarlos, para luego, aprovechando coyunturas, revertir el perjuicio del acto delictivo o denunciable sobre el sujeto y en el momento que más interese.
Y es así como algunos colectivos suelen manejarse en política. Mientras no manche, da igual ocho que ochenta.
Pero, como es fácil adivinar, hay trampa y dejación de deberes en todo ello. No descubrir una irregularidad cuando se produce, rentabilizándola después en un momento concreto, supone una dejación de obligaciones inherentes a cualquier actividad o cargo público. Máxime en relación de representatividad que conlleva.
No se trata de venir a figurar como héroes denunciando irregularidades cuando más conviene al sector o grupo en cuestión. Como hemos dicho, esa es una práctica poco loable para quien la practica. Se trata más bien de saber que no existen reglas internas que puedan eximir la respuesta inmediata en la confianza depositada, en la que no entra el vil y circunspecto aplazamiento, contrato compensatorio o defensa de ideario.
Suele suceder muy a menudo entre quienes manejan los hilos de la organización administrativa, una especie de connivencia de ocultamiento. Algo parecido a un código de honor, sin honor; una suerte de lealtad sin ella y, sobre todo, un descaro cuyas consecuencias no pueden sino delimitar con exactitud de quien o quienes estamos hablando.
La honradez va más allá. Estamos refiriéndonos a la ineludible praxis de todo buen agente social; aquella en la que los principios democráticos, transparentes, ideológicamente consecuentes con los axiomas que sustentan, ven su directo reflejo en el día a día, sin necesidad de esperar al momento oportuno.
Debemos de concluir que tirar de la manta, concebida de la manera explicada, no incrementa en nada la honorabilidad institucional. Solo indica el oportunismo, una vez más, de quienes disponiendo de información privilegiada - por estar anexados a la administración – disponen de ella para causar daño a un contrincante, en muchas ocasiones por razones más que sospechosas, personales; cuando no de partido. Lejos de esta práctica, habrá que situarse donde corresponde. Y ese lugar está en aquel término tan depauperado y poco vigente, sin el que nada funciona y al que, por repetido, pareciera que no llega a asumirse en toda su amplitud: la honestidad.
Resulta curioso tener que aludir, una y otra vez, a aquellos adjetivos que bien pueden ser principio y causa de regeneración de nuestra sociedad. Resulta llamativo, cuan fácil de relajar son nuestras actitudes. Resulta en definitiva que, venir a tirar de la manta, no es sino otra señal más de la corruptela en la que ciertos sectores de nuestra representación hallan el cómodo lenguaje para hacer valer lo que en su momento, por salpicaduras molestas, no se atrevieron a poner sobre la mesa. Manta.
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