Envíe al Papa un ejemplar de mi libro Soy católico, ¿algún problema? hace cerca de un año. Apenas dos semanas después recibí, en su nombre, una carta de la Secretaría de Estado de El Vaticano, en la que, además de agradecer el detalle, Francisco me daba su bendición apostólica. En cierta ocasión escribí que Bergoglio lee cada carta que recibe con el mismo interés que si en el remite pusiera San Pablo. Por eso, no debe sorprender la contestación del sucesor de Pedro a este pobre corintio. Al fin y al cabo, humilde no es sólo el que se hace pequeño, sino también el que sabe ser grande.
Huelga decir que el Papa no ha sido el único destinatario de mis libros, pero sí uno de los pocos que ha agradecido el gesto. A mí esto me parece relevante porque aclara que Francisco entiende que dentro de cada remitente hay una persona que anhela una respuesta ¿Los demás no lo entienden así? Sí, pero les da igual porque en ellos prevalece el día a día sobre la vida eterna. No hace falta aclarar que para el hombre que sólo piensa en sí mismo ayudar al prójimo es una pérdida de tiempo porque el prójimo, por lo general, tiene problemas, padece incertidumbre y cobra el paro.
Que es adonde quería llegar ahora que no trabajo. Mis libros condensan mi currículo y por eso los envío a cierta gente a través de la oficina de Correos, la red Linkedin de toda la vida, en la que el matasellos hace las veces del enter y el número de megas se dilucida en el peso del sobre. Aunque me sale caro y no siempre es rentable, es necesario. Sé, por experiencia, que sólo uno de cada mil zurdazos desde el medio campo acaba en gol, pero, cuando desfallezco, recuerdo, para darme ánimos, el tanto de Vieri.
Además de enviar los libros, hago, como tantos otros parados, llamadas infructuosas y mando mensajes que quedan sin contestar, aunque sé que han sido leídos. Esta certeza desmoraliza un poco porque tiene similitud con una puerta que no se abre al ir de visita. Cuando crees que no hay nadie en casa, notas un ligero revuelo en los visillos y percibes los pasos en zigzag del anfitrión, que corre de puntillas hacia la cocina mientras, con el dedo en la boca, ordena silencio a los niños.
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