El jardín de Bomarzo

La teoría del caos público

Vamos tarde en casi todo y no le veo solución porque mientras del PP adopta unas medidas, el PSOE se coloca enfrente, y cuando cambian los gobiernos ambos deshacen buena parte de lo que los otros hicieron

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La verdad es que te levantas un viernes, que es cuando escribo, como el de esta semana y por mucho que mires no ves salida ni posible ni cercana con esos más de seis millones de desempleados en España, con ese casi millón y medio en Andalucía, con ese cuarenta por ciento de paro en poblaciones como Cádiz, Huelva o Jaén, con este sistema financiero y político que solo debate su manera de permanecer, con las nuevas medidas de recortes, más, con los juzgados a rebosar y con la falacia general de haber convertido en sospechoso a todo aquel que ha acumulado fortuna con su trabajo y, en concreto, a todo empresario que solicite una ayuda para crear empleo. La administración, en general, no mueve un solo papel, paralizada como está por el miedo, por el juzgado, por la crisis, pasando como se estaba antes de darlo todo sin demasiado control porque sobraba caja a lo de ahora, que es no dar nada de nada. Y, claro, sin bancos y sin ayudas, crece el desempleo, lo que confirma la teoría de que todo esto es como un cuerpo que tiene enferma la sangre y por mucha tirita que pongas mientras no cambies el riego, que es el sistema, de nada sirve. A modo de ejemplo, y por salirme de lo habitual e intentar mirar hacia adelante desde la perspectiva del pasado, examino sin pretensiones una de las losas más pesadas que soporta la administración pública y que tras muchos debates y casi media legislatura pasada sigue tal y como estaba.

Las empresas públicas. Los años ochenta y primera mitad de los noventa del siglo XX tuvieron el peso del diseño y desarrollo de las administraciones públicas en una democracia recién nacida, con todo por cambiar y mucho por hacer. La situación encontrada por los primeros gobernantes era una administración anquilosada y reducida a la mínima expresión, dedicada a prestar pocos servicios públicos y de mala calidad. Por otra parte, había que crear un nuevo nivel, el autonómico, a partir de las competencias transferidas por el Estado. Todo este gran proyecto se llevó a cabo con, quizás, demasiada rapidez -era grande el entusiasmo- y, seguro, sin pensar en el día de mañana, nuestro hoy que tantos quebraderos de cabeza causa y que ha llevado a que muchos sólo encuentren como solución desmontar, reducir y eliminar todo o parte de lo construido entonces.
Como siempre la Ley va más despacio que la misma sociedad que regula y, sobre todo, el gestor público voraz e impaciente encuentra en ella tantas limitaciones, trabas y procedimientos que le hace pensar que con sólo cuatro años poco tiempo tiene si se ha de atener fielmente al trámite burocrático. Los múltiples proyectos políticos de los gobernantes de aquella época encontraron buen cobijo al amparo de la creación de entidades paralelas a la propia administración como organismos autónomos, fundaciones y, sobre todo, sociedades públicas, y se decía que estas últimas iban a funcionar mejor por diversos motivos: los empleados no eran funcionarios y el que no rindiese sería objeto de despido, además podían ser contratados sin ningún tipo de procedimiento legal, por lo que permitía elegir a “personas de confianza” –ejem-. Las contrataciones de servicios y suministros no estaban sometidas a la ley de contratos del Estado, por lo que en diez minutos se podía contratar el servicio que fuese, sin problema alguno; las posibilidades de financiación también se iban a ver beneficiadas porque no existía ningún límite legal al nivel de endeudamiento. E imagínense la escena de un asesor –maldita palabra hoy- de aquella época enumerando al goloso gobernante las bendiciones de las sociedades públicas y, por ello se comprende, la fácil proliferación de este tipo de entidades. La intención de acometer actuaciones, cuantas más mejor, favoreció lo que se vino en llamar “la huída del derecho administrativo”.

En el Inventario de Entes del Sector Público de 2009 nos encontramos con 211 sociedades estatales, 605 autonómicas y 1.585 de entidades locales: 2.401 sociedades o empresas públicas creadas para objetos sociales tan diversos como la recogida de basura, televisiones públicas para el disfrute diverso, recaudación de impuestos, ferrocarriles, puertos, hospitales, hoteles, actividades culturales, productos de artesanía popular, desarrollo tecnológico y un largo etcétera. Amplio el campo gestionado de esta forma y amplio ha sido el crecimiento de las plantillas de ellas dependientes y, lo que es peor, el déficit que arrojan sobre sus cuentas en la gran mayoría de los casos. La sensatez lleva a pensar que la figura de la empresa pública sólo debería ser adecuada para aquellas cuya actividad sea la realización de actividades productivas o de mercado y difícilmente puede defenderse la conveniencia de su existencia para la realización de actividades meramente administrativas, sólo por escapar a los controles que tendrían de gestionarse por la administración matriz. Según las estadísticas, sólo el 27% de las empresas públicas desarrollan actividades productivas, frente al 73% que realizan actividades puramente administrativas o de apoyo instrumental a la administración dueña de su capital. Ante este panorama, nuestros legisladores, a golpe de tirones de oreja de la Comisión Europea y del Tribunal Superior de Justicia Europeo, se han visto obligados a modificar sucesivamente las diversas leyes para someter a estas sociedades a los mismos controles que la administración pública; desde Europa se ha recordado insistentemente que una empresa que se financia mayoritariamente con capital público ha de cumplir con los mismos procedimientos, limitaciones y garantías que su dueña. El modelo institucional creado para gestionar un servicio no es ninguna razón para que de él dependa que se contrate o no con transparencia o para que se tenga que cumplir o no con el principio de estabilidad presupuestaria.
Este freno a la huída del derecho administrativo, unido a que está demostrado que en tiempos de crisis hay que concentrar, que la experiencia de la descentralización siempre aumenta el gasto y produce duplicidades y que las cuentas deficitarias reflejan la imperiosa necesidad de su disolución, lleva a que no hay plan de ajuste, saneamiento o viabilidad que no esté incluyendo como medida la disolución de organismos autónomos, fundaciones y sociedades municipales. Medida que, en muchos casos, no va a producir el ahorro estimado si la correspondiente plantilla se integra en la administración y la gestión se sigue realizando del mismo modo, con lo que sólo se consigue trasladar el déficit a la dueña, a lo que hay que añadir el problema jurídico que se plantea por la entrada de personal en una administración pública sin haber superado pruebas de selección alguna, y ello a pesar de que los convenios colectivos contemplen que, en caso de disolución, el personal se integrará en la respectiva administración. Problema con el que se ha topado la Ley de Reordenación del Sector Público Andaluz de 2011, que las recientes sentencias han dado al traste considerando que no es legalmente viable la integración en las nuevas agencias autonómicas de los empleados provenientes de empresas públicas por no cumplir con los principios de igualdad, mérito y capacidad exigidos para el acceso a la administración. Lo cual nos lleva a reflexionar cuál debe ser el modelo de sector público al que debemos encaminarnos, que debe garantizar el equilibrio entre gestión y contención de gasto y, sobre todo, qué medidas efectivas se deben adoptar para conseguirlo.
¿Quién aprieta el botón para apagar este desfase público, en la medida que sea, y añade muchos miles a esos 6.202.700 desempleados que tiene hoy España? ¿Es justo que el sistema, que financiamos todos, mantenga un modelo engordado, caro e innecesario solo por mantener empleo y a costa del empeoramiento de otros servicios esenciales? La teoría del caos dice que una pequeña variación puede implicar una gran diferencia en el comportamiento futuro y eso me ha inspirado para intentar, no sé si conseguir, explicar en qué ha derivado aquella primera conversación de un asesor sobre un político para detallarle las ventajas de crear sociedades públicas. Y de la nada a 2.401 nada menos y, en ellas, millones de personas. Y no todo es innecesario, pero sí mucho. Mucho.
Vamos tarde en casi todo y, como decía al principio, no le veo solución porque mientras del PP adopta unas medidas, el PSOE se coloca enfrente, y cuando cambian los gobiernos ambos deshacen buena parte de lo que los otros hicieron, bien o mal o hecho, solo por posicionamientos políticos. Una locura sin medida y no sé hasta qué punto se es consciente de la situación límite que soporta la calle, las casi nulas expectativas inmediatas de futuro que hay y, ambas cosas unidas, la bomba de relojería que resulta. Pero nada, y seguramente porque no hay otro discurso al que agarrarse, seguimos en el y tú más. En esto y en todo.

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